domingo, 24 de febrero de 2013

OFELIA Y OTRAS LUNAS





OFELIA Y OTRAS LUNAS
Javier Vela
Hiperión 2012
XIX Premio de poesía Ciudad de Córdoba “Ricardo Molina”

 Por Antonio Mochón


Leer a Javier Vela tiene algo de historiografía literaria. El lector se sienta ante sus poemas para entablar un improvisado diálogo con la tradición poética, en el que va tirando de un hilo que lleva a otro hilo que acaba tejiendo un centón mental donde el mismo Javier Vela se acaba insertando plácidamente. Este revisitar lo conocido, este modo de releer y apropiarse de la tradición, de entrada confieren al autor una eficacia comunicativa, un suelo firme sobre el que caminar. Asentados los cimientos, el resto de la casa debería aguantar sin problemas la tentación de los oportunismos, siempre al acecho. No veo a Javier Vela como un advenedizo o un oportunista. Al contrario, su relación con la poesía parece fuera de toda sospecha: pulidas piezas cuya rareza nace en una profunda reflexión y un indudable conocimiento de las reglas del juego. Ofelia y otras lunas confirma una trayectoria que hace de la coherencia una virtud también rara. Como con Juan Ramón, lo más alto está en lo más hondo, crecer es ahondar. Javier Vela no necesita cambiar de piel para reinventarse.

La búsqueda de un nuevo lenguaje poético, desde Baudelaire a Eliot pasando por Laforgue, por un lado y por otro la conciencia en el tiempo, su disolución en la memoria, crean un eje sobre el que giran estos poemas con tendencia a desbordar, al exceso. La primera parte del libro, “Canción del cosmonauta”, está formada por dos extensos poemas donde el autor da rienda suelta al monólogo interior de intensa evocación melancólica. Son poemas de un verso largo, litúrgico, que acentúan el carácter hímnico y que marcan un ritmo tortuoso a esta añoranza primordial de otra vida. El fraseo reiterativo, de largo desarrollo, se oxigena, por un lado, con la anécdota fragmentada, ese correlato objetivo elotiano que sirve para fijar las emociones: “Pero tú me gustabas. O al dejar una mano olvidada en la silla / en la que ibas tímidamente a sentarte”. Por otro, con un conjunto de imágenes plásticas y audaces, como sacadas de la chistera de buen mago gaditano:  “hay guantes de mendigo colgando de un paraguas”, “Eres como el tapón del infinito”, “Y hay anclas en el techo de las que penden islas navegables”. La evocación, impregnada de un romanticismo cándido y onírico, se vuelve invocación, conjuro (“Adelante, adelante, olvidémoslo todo, / perdamos para siempre la memoria y la herencia / como viejos seniles, adorables y anónimos cuyos ojos han visto demasiado”). Conjurar la memoria es una forma de revivirla para sublimarla. Escribe Jesús Aguado: “vivir es reparar los efectos de esa emboscada original que supuso la muerte del centro”. Muerto el centro, quedan las afueras, los hombres corrientes, solitarios y banales que anhelan un mundo ideal al tiempo que se burlan de sus aspiraciones románticas. Esto que dice Viorica Patea a propósito de Eliot es válido aquí también: “En la calle hace frío y alguien hunde un cuchillo / en el vientre vacío de un joyero” o “La huella en el camino / ¿qué tiene de romántica?”.

La segunda parte del libro, “Variaciones sobre una rama rota”, se compone de veintinueve poemas más cortos donde el discurso torrencial se concentra. El lirismo se disciplina y deja paso, en mayor o menor medida, a otras vetas como el irracionalismo, la anécdota o el realismo sucio. Versos como “Tráeme la tibia de la emperatriz. Mi fe, mis calcetines”, “Triste como un polígono industrial” o “la musa de un contable” sirven de ejemplo a ese afán actualizador y esa huida de la ensoñación retórica a favor de una poesía de autoconocimiento que indaga en un yo flotante en el tiempo y en el lenguaje: “¿Podré llegar de vuelta hasta la casa, / yo, el tímido, el escéptico, el favorito de las enfermeras, / que ni presté siquiera servicio militar?”

La imagen de la rama rota remite a la de Ofelia, narratario ficticio, cayendo del sauce como el hombre cayó del paraíso. La herida de este tiempo vivencial se absorbe en un tiempo cósmico que el poeta asume como parte de su destino icárico: “la idea del futuro”. Como no hay solución posible para lo desconocido, tampoco el libro parece encontrar esa salida. Los poemas adelgazan en un juego de círculos concéntricos. La voz del poeta queda repitiéndose desde su infancia lúgubre en una especie de eterno retorno cumplido en la imagen del suicidio hacia dentro: “Un niño me contempla desde el fondo / oscuro y frío del tiempo. // Sonríe, se persigna y estalla en mil palomas”. Somos un puzle de restos emocionales.

El poema más breve del libro, de un solo verso, contiene el espíritu de todo este libro. Debemos ponernos a salvo de la memoria, manifestación sensible de un tiempo inexistente fuera de nosotros. Debemos ponernos a salvo de eso que somos. El refugio de un cielo que nos amenaza con recordar que, después de todo y de todos, el meteorito éramos nosotros: “Lluvia de la memoria, mi hogar es un paraguas”.

2 comentarios:

BGF dijo...

Buenísima reseña, Antonio.

Antonio Mochón dijo...

Muchas gracias, BFG.