OFELIA
Y OTRAS LUNAS
Javier
Vela
Hiperión
2012
XIX
Premio de poesía Ciudad de Córdoba “Ricardo Molina”
Por Antonio Mochón
Leer a Javier Vela tiene algo de historiografía literaria. El
lector se sienta ante sus poemas para entablar un improvisado diálogo con la
tradición poética, en el que va tirando de un hilo que lleva a otro hilo que
acaba tejiendo un centón mental donde el mismo Javier Vela se acaba insertando
plácidamente. Este revisitar lo conocido, este modo de releer y apropiarse de
la tradición, de entrada confieren al autor una eficacia comunicativa, un suelo
firme sobre el que caminar. Asentados los cimientos, el resto de la casa debería
aguantar sin problemas la tentación de los oportunismos, siempre al acecho. No
veo a Javier Vela como un advenedizo o un oportunista. Al contrario, su
relación con la poesía parece fuera de toda sospecha: pulidas piezas cuya rareza nace en una profunda reflexión y
un indudable conocimiento de las reglas del juego. Ofelia y otras lunas confirma una trayectoria que hace de la
coherencia una virtud también rara. Como
con Juan Ramón, lo más alto está en lo más hondo, crecer es ahondar. Javier
Vela no necesita cambiar de piel para reinventarse.
La búsqueda de un nuevo lenguaje poético, desde Baudelaire a
Eliot pasando por Laforgue, por un lado y por otro la conciencia en el tiempo,
su disolución en la memoria, crean un eje sobre el que giran estos poemas con
tendencia a desbordar, al exceso. La primera parte del libro, “Canción del
cosmonauta”, está formada por dos extensos poemas donde el autor da rienda
suelta al monólogo interior de intensa evocación melancólica. Son poemas de un
verso largo, litúrgico, que acentúan el carácter hímnico y que marcan un ritmo tortuoso
a esta añoranza primordial de otra vida. El fraseo reiterativo, de largo
desarrollo, se oxigena, por un lado, con la anécdota fragmentada, ese correlato objetivo elotiano que sirve
para fijar las emociones: “Pero tú me
gustabas. O al dejar una mano olvidada en la silla / en la que ibas tímidamente
a sentarte”. Por otro, con un conjunto de imágenes plásticas y audaces,
como sacadas de la chistera de buen mago gaditano: “hay
guantes de mendigo colgando de un paraguas”, “Eres como el tapón del infinito”, “Y hay anclas en el techo de las que
penden islas navegables”. La evocación, impregnada de un romanticismo
cándido y onírico, se vuelve invocación, conjuro (“Adelante, adelante, olvidémoslo todo, / perdamos para siempre la
memoria y la herencia / como viejos seniles, adorables y anónimos cuyos ojos
han visto demasiado”). Conjurar la memoria es una forma de revivirla para sublimarla.
Escribe Jesús Aguado: “vivir es reparar
los efectos de esa emboscada original que supuso la muerte del centro”. Muerto
el centro, quedan las afueras, los hombres corrientes, solitarios y banales que
anhelan un mundo ideal al tiempo que se burlan de sus aspiraciones románticas.
Esto que dice Viorica Patea a propósito de Eliot es válido aquí también: “En la calle hace frío y alguien hunde un
cuchillo / en el vientre vacío de un joyero” o “La huella en el camino / ¿qué tiene de romántica?”.
La segunda parte del libro, “Variaciones sobre una rama
rota”, se compone de veintinueve poemas más cortos donde el discurso torrencial
se concentra. El lirismo se disciplina y deja paso, en mayor o menor medida, a
otras vetas como el irracionalismo, la anécdota o el realismo sucio. Versos
como “Tráeme la tibia de la emperatriz.
Mi fe, mis calcetines”, “Triste como un polígono industrial” o “la musa de un contable” sirven de
ejemplo a ese afán actualizador y esa huida de la ensoñación retórica a favor
de una poesía de autoconocimiento que indaga en un yo flotante en el tiempo y
en el lenguaje: “¿Podré llegar de vuelta
hasta la casa, / yo, el tímido, el escéptico, el favorito de las enfermeras, /
que ni presté siquiera servicio militar?”
La imagen de la rama rota remite a la de Ofelia, narratario
ficticio, cayendo del sauce como el hombre cayó del paraíso. La herida de este
tiempo vivencial se absorbe en un tiempo cósmico que el poeta asume como parte
de su destino icárico: “la idea del
futuro”. Como no hay solución posible para lo desconocido, tampoco el libro
parece encontrar esa salida. Los poemas adelgazan en un juego de círculos
concéntricos. La voz del poeta queda repitiéndose desde su infancia lúgubre en
una especie de eterno retorno cumplido en la imagen del suicidio hacia dentro:
“Un niño me contempla desde el fondo /
oscuro y frío del tiempo. // Sonríe, se persigna y estalla en mil palomas”. Somos
un puzle de restos emocionales.
El poema más breve del libro, de un solo verso, contiene el
espíritu de todo este libro. Debemos ponernos a salvo de la memoria,
manifestación sensible de un tiempo inexistente fuera de nosotros. Debemos
ponernos a salvo de eso que somos. El refugio de un cielo que nos amenaza con
recordar que, después de todo y de todos, el meteorito éramos nosotros: “Lluvia de la memoria, mi hogar es un
paraguas”.
2 comentarios:
Buenísima reseña, Antonio.
Muchas gracias, BFG.
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