lunes, 18 de febrero de 2013

Y se llamaban Mahmud y Ayaz




Y se llamaban Mahmud y Ayaz
José Manuel Lucía Megías
Amargord ediciones, (Colmenar Viejo, Madrid) 2012




La consecución de los derechos individuales en Occidente ha implicado, en parte, un cierto conformismo economicista y acomodo cobarde hacia otras realidades y, por tanto, el abandono de unas reivindicaciones más humanistas y universales. Además, a menudo las naciones occidentales han mandado señales del todo contradictorias haciendo prevalecer sus intereses geopolíticos y económicos, especialmente en relación al tercer mundo o al gigante chino, por encima de los valores éticos que dicen defender. La historia es conocida: democracias que han asumido para sus ciudadanos derechos como las libertades civiles, no las han tolerado en países que consideraban bajo su campo de influencia (no hace falta recordar aquí la política de EEUU en relación a Latinoamérica o de Francia hacia sus excolonias africanas). En este contexto, que los grandes aliados de Occidente en el mundo árabe sean monarquías como la saudí, régimen equiparable a cualquier dictadura, que promueve una visión anquilosada y reduccionista del Islam, resulta ser un mensaje muy negativo para los individuos y los pueblos del mundo entero que están luchando por sus libertades. 

Por otro lado, de igual manera como ocurría en los tiempos en que la Santísima Inquisición impartía justicia en los países de la cristiandad latina, aplicando la pena capital como forma de eliminación de elementos socialmente extraños y, por tanto, con el fin de conseguir una homogeneización ideológica y religiosa casi total, la pena de muerte se sigue usando en numerosos países no sólo como arma política sino también como forma de control social.

Así, la noticia de la ejecución de dos menores de edad en 2005, en Irán, acusados de haber violado a otro menor y de haber tenido ellos mismos comportamientos homosexuales, da pie a José Manuel Lucía Megías para escribir Y se llamaban Mahmund y Ayaz no solo como denuncia de aquellos hechos sino sobre todo como asunción de nuestra propia culpabilidad por el silencio que, en demasiadas ocasiones, mantenemos en torno a los derechos humanos en el mundo entero.

De esta manera, a la ignominia y a la farsa jurídica iraní, el poeta añade:

Y por encima de todo
fue también necesario nuestro silencio.

Y no se limita a nombrar a los muchachos vilmente ahorcados, -nombrarlos una y otra vez, como se invocan a los héroes o a los dioses-, ante la satisfacción de una multitud de exaltados, sino que les da voz; y el libro se llena, frente a la barbarie más absoluta, frente a la mentira inventada por las autoridades, de la verdadera mansedumbre de un amor que los resucita en lo eterno:

Morir por amarnos.
Morir por aquello que nos dio la vida.

Y la poesía contenida en el libro de Lucía Megías se crece incorporando, además, informaciones por todos conocidas y que podríamos entresacar de las secciones de internacional de todos los periódicos. Así aparece el presidente Ahmadineyad dirigiéndose a los estudiantes de una universidad norteamericana y diciéndoles que en su país no existen homosexuales; también se menciona su política de amenazas y/o de enriquecimiento de uranio, temas que surgen como el gran juego de despiste y confusión promovido por un régimen totalitario, teocrático y arrogante, que proporciona las coartadas perfectas a las naciones occidentales para que desvíen su atención sobre la complejidad y el verdadero sufrimiento del pueblo iraní.

Lucía Megías construye sus poemas unas veces como oraciones, creando en la repetición de ciertas frases los mantras que irán penetrando en nuestras conciencias y que nos despertarán a una terrible realidad; otras veces como crónicas contra la ignorancia y el silencio cómplices, crónicas que escarban en lo no evidente, que sobrevuelan la sucesión de acontecimientos -que nos impiden entender el mundo global debido, en gran medida, a la excesiva acumulación de noticias locales e informaciones parciales- como el esfuerzo por despertar del sopor etnocéntrico en el que vivimos, donde el confort es liberador y arrogante, y el conformismo es desconocimiento y abandono de la causa por la libertad en el mundo entero; finalmente, otra parte de los poemas se adentran en la temática amorosa asumiendo una tradición literaria universal -de la que podríamos poner cientos de ejemplos: desde la literatura trovadoresca occidental hasta la persa clásica-, donde la sublimación del amor se realiza superando la corporeidad de la vida misma:

Me podrán quitar la vida, arrancármela.
Pero nunca este amor que ahora siento.

Por último, el poeta escribe desde el compromiso por lo humano, no desde el adoctrinamiento ni desde la intencionalidad de un lobby (acusación que a veces algunos grupos conservadores han lanzado contra los intelectuales homosexuales, como si la consecución de los derechos individuales fuera una cuestión que solo afecta o beneficia a una parte de la población), sino desde la emoción personal transmitida en versos llenos de razón y sensibilidad. Y se llamaban Mahmud y Ayaz surge así como una obra no solo llena de valores y compromisos, no solo llena de conciencia y de amor hacia los dos muchachos ajusticiados, sino también como poesía escrita desde la libertad personal y estilística de un creador genuino que hace de la autocrítica resistencia y comprensión de la complejidad humana.



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