El sol en la fruta
Renacimiento, 2011
Por Francisco Onieva
Con un diseño sobrio y elegante,
luminoso y discreto, bello y frágil, Renacimiento consigue crear en el lector
la sensación, nada más abrir El sol en la
fruta (Premio Andalucía Joven de Poesía 2012) de Ioana Gruia, de recoger
del árbol un fruto que ha madurado bajo la luz propia del sur y que está listo
para abrirse en nuestra boca, donde desplegará toda una amplia gama de sabores.
Aunque para no pocos lectores,
incluido el que escribe, supone la carta de presentación de Gruia -nacida en
Bucarest en 1978 y afincada, desde 1997, en Granada, doctora en Teoría de la Literatura y Literatura
Comparada por la
Universidad de su ciudad de adopción, donde trabaja como
docente e investigadora-, en realidad es su cuarto libro, tras el poemario Otoño sin cuerpo (finalista del Premio
de Poesía Federico García Lorca de la Universidad de Granada), Nighthawks (Premio de Cuento Federico García Lorca de la Universidad de
Granada) y el ensayo Eliot y la escritura
del tiempo en la poesía española contemporánea (Visor, 2009).
Se trata de un todo unitario
integrado por treinta y seis poemas en su mayoría breves, escritos en verso
blanco –fundamentalmente endecasílabos y heptasílabos-, con la excepción de
tres sonetos: “París”, “El instante detenido” y “Conjuro contra la vejez”.
Tejidos con un lenguaje conversacional, despojado de artificios y de excesos
lingüísticos, aunque sin renunciar a la efectividad del lenguaje que golpea con
sutileza al lector para transmitirle una emoción (“Al despertar de pronto en el
otoño, / castañas son las calles. / Inquilinas desahuciadas, / las hojas
anticipan el invierno” o “El tintineo blanco de dos copas de vino”), los versos
tienen un marcado carácter meditativo y elegíaco, aunque gozoso en tanto supone
una invitación al disfrute de los sentidos.
Este hecho, unido a una sutil red de
galerías –para lo cual juegan un papel importantísimo las imágenes y los
símbolos empleados, así como las citas, guiños y referencias intertextuales-, hace
que, bajo la aparente diversidad temática que articula el libro, el resultado
sea coherente. No solo hay poemas en los que se interesa por la propia creación
literaria (“El don maldito”, “La risa de la Medusa”, con una cita de Cixous perteneciente al
ensayo homónimo, “La isla del tesoro” o “El espectro del poema”) o por la
pintura, en especial la obra del estadounidense Hopper, eje de tres poemas
(“Refugios”, “Morning Sun” y “Habitación de hotel”), y la música (“Stormy
Weather”, donde resuena de la mano de Borges un blues de Billie Holiday, o “La
linterna mágica”, en el que se alude a los dos protagonistas de la ópera Genoveva de Schumann, sino que también
hay espacio para una impostada reflexión acerca de la vejez y el paso del
tiempo (“Fiera al acecho”, “Exploradores”, “Geranios, caléndulas, verbenas…” o
“La canción de Natasha”, recreación de los últimos momentos del príncipe
Bolonski, de Guerra y Paz).
Sin embargo, los dos núcleos
temáticos que vertebran todo el poemario son, por un lado, el viaje, por otro, la
afirmación de la vida y la consiguiente invitación al disfrute de los sentidos.
Al hilo de las ciudades que han ido jalonando la vida de Gruia, se traza toda
una geografía sentimental (“París”, “Refugios”, “El olor de las ruinas” –con un
verso tan quevedesco como “Olía a miedo, a polvo, a barro, a nada”-, “Bucarest”
–poema dedicado a la ciudad que la vio nacer, que concluye con un guiño a
Dámaso Alonso: “¿Es esta una ciudad / o acaso un cementerio?”- o “Chelsea
bridge”), con los inevitables lugares de paso que sirven de cobijo al viajante (“Habitación
de hotel”) o los sugerentes trayectos en tren (“El deseo de ser amiga de Karl
Rossmann”). Pero el viaje no supone una mera yuxtaposición de espacios
variopintos, sino que con ellos se va tejiendo un auténtico viaje interior (“La
ciudad interior”, “Casa en las afueras” o “El hombre extraño”, donde llega a
afirmar: “No me conoce nadie en la ciudad. / Habito un cuarto oscuro / que no
sabe de mí.”) en el cual el amor se convierte en el caleidoscopio ideal a
través del cual poder observarse a sí misma: “París”, “Si tú me llamas Ioana”
–que inevitablemente trae a la memoria a Ángel González y la necesidad del otro,
con el que se comparte una relación amorosa, para definirse uno mismo-, “Aniversario”,
“Refugio” o “Tu sueño”.
De todos los poemas, los más
habitables me parecen aquellos en los que recurre al símbolo de la fruta para
hacer referencia a una sensualidad hedonista y a una felicidad enraizada en el
placer de los sentidos, cercana a Busutil y Nada
sabe tan bien como la boca del verano (“Tú me habías traído un cuenco de
cerezas. / Cogí despacio una y la miré al trasluz, / me la llevé a la boca y la
mordí. Sabía / a sol y a piel y a lluvia, a verano, a ti.”, de “Canción para un
instante”; “La luz hecha de tiempo, la piel de la cereza”, de “El sol en la
fruta”; o “Los dientes en la pulpa de la fruta. / Los destellos rojizos de un
cuenco de cerezas.”, de “Refugio”), y aquellos en los que, mediante un borgiano
desdoblamiento de la mirada, capaz de plegarse sobre ella misma en un proceso de
autoconocimiento, llega a verse como un ser diferente (“Ciudad interior”, “El
hombre extraño”, “El instante detenido”, “La extraña” o “Ventanas”, que cierra
el poemario con estos tres versos: “Y una extraña escribe / el poema soñado /
por la niña que asoma a mis ventanas.”)
Como es obvio, en este viaje se
entrecruzan las referencias literarias. Así, se hace una doble alusión a una
novela como La isla del tesoro, tanto
en el poema del mismo título como en “Monsieur Jacques”, se conecta con la
novela América de Kafka en “El deseo
de ser amiga de Karl Rossmann” o se procede a una reformulación del mito
homérico de Ulises, visto desde la perspectiva de una Penélope que no se
conforma con esperar y sale a la búsqueda de su propia Ítaca en un proceso de
autodefinición inexcusable (“El viaje de Penélope”, que nos recuerda a la
perspectiva adoptada por Nuria Barrios en Nostalgia
de Odiseo).
Todos estos ingredientes se
entretejen con oficio y pulcritud, de modo que el lector, cuando da por
concluida la lectura, tiene la impresión de que la autora ha conseguido con
creces el propósito declarado en el verso inicial: “Quise escribir el poema de
las cosas sencillas”.
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