lunes, 23 de septiembre de 2013

Daniela Camacho [imperia]






Daniela Camacho
[imperia]
Fundación Editorial El perro y la rana, 2013. 



Por Lydia Zárate
 
La memoria es un péndulo temible. 

En la geografía de la memoria hay jardines letales como patrias de lo adverso. Reinos parecidos a la avidez y a la infancia: cuerpos que vuelven de sí mismos.

Así aparece [imperia]. Como un jardín de lo voraz, con su signo de cuerpo hendido a cuestas. Es una caja de música terrible. Es furor. Furor y serenidad de todo. 

En ella resuena el corazón de lo que arde, la anatomía de lo aciago: un infortunio trepante como piedra preciosa que se lleva en lo invisible para consumar el verbo de la devastación.

Pero el epicentro del terremoto se ubicó en la autora.              
                                           
Llegó en 1980. Desnuda. Precipitada sobre la constelación de escorpio.

Aprendió a hacerse al exilio sin más asidero que el pavor, como si con eso pudieran prevenirse los desastres. Porque la infancia. Porque el terremoto. Porque el cáncer. Porque la brutalidad la descubrió sin instrumentos. Porque el equilibrio es precario cuando el enemigo permanece invisible. Inesperado.

Aprendió a entender la catástrofe como espacio último de redención. El desamparo y el delirio por alienación del aura. Porque el peligro que no se ve no existe. Hasta que alguien en el momento menos esperado te ordena ponerte una máscara que es igual a ti misma.

Daniela Camacho, con su peso específico de nebulosa y relámpago, nos enseña a enmudecer en todos los modos posibles, llevando hasta los territorios de lo puro el atado de sí misma, que retiene el resplandor de las alondras. Turbia, todavía, volveré a la noche, volveré al jardín:
voy a desenterrar perlas para alumbrar la casa…

[imperia] es la niña ensimismada que habla por la hecatombe. La pureza por aislamiento.

El bosque viene para tomar de ella la sangre alucinante.

Algo se cierne sobre el tiempo de los cuerpos: la destrucción y el resplandor. 

Cuerpos exhaustos y deslumbrantes que arrastran sus piedras pequeñitas de vuelta a la infancia, ese silo de bestias y osamentas.

Hay en ella una gravitante simetría de la catástrofe, una geometría del derrumbe:

Carcinoma dice en letras negras: 240 metros para la levitación de un cuerpo.

Dos adolescentes saltando desde el rascacielos de Ikebukoro: tiempo detenido uno dos veinticuatro segundos

detenido.

el tiempo

Hay contingencia y desacato, revelación. 

Hay la alucinada que se dice a sí misma y se detiene ante su propio estupor de visión delirante.

Hay la alteridad. Lo iterativo. El encierro, la promiscuidad, las células oscuras del deseo se están multiplicando: islísima mía, ¿cuántos cuerpos hacen falta para serenarte?

Hay en ella un balbuceo lucidísimo, terrible. 

Un delirio de ráfaga y ballesta. 

Hay la belleza que rompe, la entrañable muerte por purificación. Por atravesamiento.

Pero eso es porque llegó desnuda 

precipitada sobre la constelación de escorpio

porque hay que ser ángel o violeta degollada
 
porque hay que morir despacio
y para siempre
.







1 comentario:

Anónimo dijo...

Lávate,
después de haberme
matado con tus manos,
lávate bien las manos,
lávate con la sangre de mis ojos
con las manos de novia
con la boca rota
de palabras corvas,
lávate,
después vete.
Salvador N.(poeta y sicologo leones).