Daniela Camacho
[imperia]
Fundación Editorial El perro y la rana, 2013.
Por Lydia Zárate
La memoria es un péndulo temible.
En la geografía de la memoria hay jardines letales
como patrias de lo adverso. Reinos
parecidos a la avidez y a la infancia: cuerpos que vuelven de sí mismos.
Así aparece [imperia]. Como un jardín de lo
voraz, con su signo de cuerpo hendido a cuestas. Es una caja de música
terrible. Es furor. Furor y serenidad de todo.
En ella resuena el corazón de lo que arde, la
anatomía de lo aciago: un infortunio trepante como piedra preciosa que se lleva
en lo invisible para consumar el verbo de la devastación.
Pero el epicentro del terremoto se ubicó en la
autora.
Llegó
en 1980. Desnuda. Precipitada sobre la constelación de escorpio.
Aprendió a hacerse al exilio sin más
asidero que el pavor, como si con eso pudieran prevenirse los desastres. Porque
la infancia. Porque el terremoto. Porque el cáncer. Porque la brutalidad la descubrió sin instrumentos. Porque el equilibrio
es precario cuando el enemigo permanece
invisible. Inesperado.
Aprendió a entender la catástrofe como
espacio último de redención. El desamparo y el delirio por alienación del aura.
Porque el peligro que no se ve no existe.
Hasta que alguien en el momento menos esperado te ordena ponerte una máscara
que es igual a ti misma.
Daniela Camacho, con su peso específico de nebulosa y relámpago, nos
enseña a enmudecer en todos los modos posibles, llevando hasta los territorios
de lo puro el atado de sí misma, que retiene el resplandor de las alondras. Turbia, todavía, volveré a la noche, volveré
al jardín:
voy a
desenterrar perlas para alumbrar la casa…
[imperia] es la niña ensimismada que habla
por la hecatombe. La pureza por aislamiento.
El bosque viene para tomar de ella la
sangre alucinante.
Algo se cierne sobre el tiempo de los
cuerpos: la destrucción y el resplandor.
Cuerpos exhaustos y deslumbrantes que
arrastran sus piedras pequeñitas de vuelta a la infancia, ese silo de bestias y
osamentas.
Hay en ella una gravitante simetría de la
catástrofe, una geometría del derrumbe:
Carcinoma
dice en letras negras: 240 metros para la levitación de un cuerpo.
Dos
adolescentes saltando desde el rascacielos de Ikebukoro: tiempo detenido uno
dos veinticuatro segundos
detenido.
el
tiempo
Hay contingencia y desacato, revelación.
Hay la alucinada que se dice a sí misma y
se detiene ante su propio estupor de visión delirante.
Hay la alteridad. Lo iterativo. El encierro, la promiscuidad, las células
oscuras del deseo se están multiplicando: islísima mía, ¿cuántos cuerpos hacen falta para serenarte?
Hay en ella un balbuceo lucidísimo, terrible.
Un delirio de ráfaga y ballesta.
Hay la belleza que rompe, la entrañable
muerte por purificación. Por atravesamiento.
Pero eso es porque llegó desnuda
precipitada sobre la constelación de
escorpio
porque
hay que ser ángel o violeta degollada
porque hay
que morir despacio
y para siempre.
y para siempre.
1 comentario:
Lávate,
después de haberme
matado con tus manos,
lávate bien las manos,
lávate con la sangre de mis ojos
con las manos de novia
con la boca rota
de palabras corvas,
lávate,
después vete.
Salvador N.(poeta y sicologo leones).
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