José G. Obrero
Un dios enfrente
La Garúa Libros, 2013
Por Óscar Sotillos
¿Quién no ha tenido alguna vez un dios
enfrente? No importa la forma, dios está hecho a imagen y semejanza del hombre,
es de barro y por tanto puede adoptar cualquiera. Puede ser un notario, un
quinqui con navaja o un director de recursos humanos. Aunque en el caso de José
García Obrero mejor sería referirnos a un espejo. Uno de esos espejos de la
Isla de Pascua a los que Cortázar trasladaba de campo semántico diciendo que
adelantaban o atrasaban igual que si fueran relojes. El espejo que nos ofrece
JGO en estas páginas ofrece una mirada en retrospectiva, una imagen que
transita –quebradiza, voluble- por los 4 elementos.
El poeta José Antonio Arcediano apuntaba en
la presentación de Un dios enfrente
en Barcelona, que JGO manejaba con tino dos símbolos tan potentes como lo son
la tierra y el agua, algo con lo que coincido completamente. Para empezar, la
primera parte del poemario se titula Tierra
de tránsito, mientras que la segunda Mapa
del agua. Tal vez el agua tenga más peso en el conjunto, y no solo por la
atención que le dedica en cuanto número de poemas, sino porque Tierra de tránsito parece preceder el
libro como una suerte de prólogo, un paisaje desprovisto de ese agua cuando ambos
deberían ser elementos íntimamente ligados. Esa ausencia anticipa la tromba
como la calma antecede a la tormenta, y el Microclima
que cierra la primera parte ejerce un papel de epílogo para la sed a partir del
cual se tejen las coordenadas del mapa acuático que le sigue. Un mapa vertical
donde encontramos el agua en forma de lluvia, de corrientes subterráneas que
forman estalactitas, o de afluentes, pero nunca el agua en su estado más común:
el mar, o sosegado: un lago.
En cuanto a los otros elementos que,
efectivamente no tienen el mismo protagonismo, pueden ser intuidos en la
tercera parte Violencia gratuita (qué
es sino el fuego la combustión de esos poemas de corte pugilístico), y el aire
en la Nada me contiene, cuyos poemas
llevan títulos como Hueco, Vacío, Cáscara
y Silencio.
Tras la sequedad de esa tierra en tránsito la
voz encuentra un oasis emocional del que se empapa, una burbuja que estalla
devolviéndole a un panorama sembrado de confrontación y tal vez rencor. La Nada me contiene posee la ingravidez
de las motas de polvo que flotan en la luz, una suerte de ataraxia en la que se
reencuentra el desierto pero sin la angustia, sino con una especie de
resurrección en el propio dios en que nos hemos convertido después de haber
sobrevivido al fracaso (él lo llama hundimiento en el poema Apocalipsis).
Este recorrido podría ser hueco como una
cáscara, o lleno de palabras vacías. Pero no es el caso. Si algo se le puede
echar en cara a este poemario es que no deja espacio para la respiración. Es
denso como el fondo del mar, para cuyo descubrimiento precisamos de una bombona
de oxígeno. Y como el fondo del mar está lleno de tesoros. El trabajo de JGO
recuerda un poco a la labor de un orfebre tallando las gemas en cada poema.
Pero sus versos no tienen nada que ver con las perlas, suaves y esféricas, sino
con las piedras preciosas con aristas, diamantes que arañan, que rayan el
espejo.
La densidad de Un dios enfrente no lo es de barroquismos o de conceptos
filosóficos abigarrados como la escultura que nos ofrece su cubierta. La
densidad del poemario lo es como un mar lleno de medusas. Etéreas y peligrosas
a un mismo tiempo. El contacto con uno de sus tentáculos produce picor. Sin
embargo, si a lo largo de los años volvemos a encontrarnos con ellas el escozor
inicial irá en aumento. La toxicidad de su veneno se grabará en nuestra sangre e invadirá
nuestras venas hasta poder llegar a ser mortal. El caso de los poemas de JGO es
opuesto. Hay veneno, sí, no estamos ante algas inofensivas o peces de acuario a
los que acariciar el lomo, pero inoculándonos sus versos encontramos, si no
consuelo, el antídoto de la belleza herida, la más imperfecta y por tanto la
más sugestiva, como una Venus decapitada o un espejo roto.
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