lunes, 12 de agosto de 2013

"La tumba del marinero", de Luna Miguel





La tumba del marinero.
Luna Miguel.
La Bella Varsovia, 2013.

 
            No existiría La tumba del marinero sin lo feo de la enfermedad, sin las épocas oscuras que todos tenemos. Pero no podemos dejarnos llevar por esa zona sin luz de la literatura de Luna Miguel, porque es perfectamente entendible si recordamos que la mínima llama de una vela hace que la oscuridad total sea tenue y propensa al amor más emocionante, escondido, prohibido y desgarrador que haya existido nunca.

            El Erebo aparece entre estas páginas, y se hace amigo nuestro. Nos hacemos amigos del dolor en un momento de locura transitoria que nos hace recapacitar sobre qué es estar sano. Algo que sólo recordamos cuando dejamos de estarlo. Como el amor de  Jaime Gil, la salud sólo recibe su justo reconocimiento cuando no se tiene. 

            El libro de Luna es un rasguño de esos que se reciben cuando menos lo esperas, y   su mirada, como la tuya, amable bestia, profunda y fría, corta y hiende como un dardo”[1]

            Nos enfrenta al cáncer, al dolor, a la pérdida de los seres amados, de los escritores amados, de los poemas que jamás serán escritos.  La sangre derramada en la escritura de este libro es la misma sangre que hemos perdido en la batalla de vivir.

            Alguien me dijo alguna vez que no hay que nombrar la soga, pero en este caso, no es posible sobrevivir sin hacerlo. La literatura de la que se hace alarde en este libro es vista por muchos como innecesaria. Pero sólo por el miedo que tenemos a poner nombre a las cosas que nos hacen seres caducos. El amor y el dolor, la vida y la muerte,  el sexo, el deseo, la ausencia de ellos.

            La tumba del marinero nos regala comunicación, desarticula los principios que regulan nuestra relación con palabras como sangre, hospital, muerte, locura y vida.

            Nos proporciona una verdad que permite ser guardada en frasco de esencia.  Es la verdad de una escritora enferma, a la que hace tiempo que se la quiere así, doliente, hiriente, de amor herida. Porque nos pesan la vida y sus libros como pesa el aire caliente de una sala de espera de hospital, cuando no salen los resultados, o sí salen y lo hacen para mal, como pesan los nervios cuando todos se van y quedas tú con tus palabras sangrientas en la cabeza, cuando lo único que quieres es que la vela se consuma de una puta vez y ante ti se desvanezca el reflejo de lo que alguna vez fue la fiesta morir gratuitamente, sin apenas haber sido consciente de ello.

            Este libro muere con Antonin, con Alejandra, con Silvia, con Virginia, con David, con Leopoldo, con Luna, con tus pulmones, con mis ovarios, con mi útero dañado, con el hígado destrozado sin saber por qué, con el páncreas en la palma de la mano chorreando azúcar moreno.

            Pero lo que de verdad duele de este libro es que cuando se cierra se ve el amor con otros ojos, se siente el dolor con otros nervios, las jeringas que ya pinchan de otra manera, en hueso.

            Será el fin de un mundo conocido hasta ahora entre líneas, cuando comprendes que “lo que esperas y lo que temes no es al final tan diferente”.[2]





[1]  El gato. “ Las flores del mal”. Charles Baudelaire. Nórdica. 2007.
[2] Lo único. “Todas las lenguas de los hombres”. Jesús Fernández. La Bella Varsovia. Córdoba. 2013.


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