La
tumba del marinero.
Luna
Miguel.
La
Bella Varsovia, 2013.
Por Elvira Ramos
No existiría La tumba del marinero sin lo feo de la enfermedad, sin las épocas
oscuras que todos tenemos. Pero no podemos dejarnos llevar por esa zona sin luz
de la literatura de Luna Miguel, porque es perfectamente entendible si
recordamos que la mínima llama de una vela hace que la oscuridad total sea
tenue y propensa al amor más emocionante, escondido, prohibido y desgarrador
que haya existido nunca.
El Erebo aparece entre estas páginas,
y se hace amigo nuestro. Nos hacemos amigos del dolor en un momento de locura
transitoria que nos hace recapacitar sobre qué es estar sano. Algo que sólo
recordamos cuando dejamos de estarlo. Como el amor de Jaime Gil, la salud sólo recibe su justo reconocimiento
cuando no se tiene.
El libro de Luna es un rasguño de
esos que se reciben cuando menos lo esperas, y
“su mirada, como la tuya, amable bestia,
profunda y fría, corta y hiende como un dardo”[1].
Nos enfrenta al cáncer, al dolor, a
la pérdida de los seres amados, de los escritores amados, de los poemas que
jamás serán escritos. La sangre
derramada en la escritura de este libro es la misma sangre que hemos perdido en
la batalla de vivir.
Alguien me dijo alguna vez que no
hay que nombrar la soga, pero en este caso, no es posible sobrevivir sin
hacerlo. La literatura de la que se hace alarde en este libro es vista por
muchos como innecesaria. Pero sólo por el miedo que tenemos a poner nombre a
las cosas que nos hacen seres caducos. El amor y el dolor, la vida y la
muerte, el sexo, el deseo, la ausencia
de ellos.
La
tumba del marinero
nos regala comunicación, desarticula los principios que regulan nuestra
relación con palabras como sangre, hospital, muerte, locura y vida.
Nos proporciona una verdad que
permite ser guardada en frasco de esencia.
Es la verdad de una escritora enferma, a la que hace tiempo que se la
quiere así, doliente, hiriente, de amor herida. Porque nos pesan la vida y sus
libros como pesa el aire caliente de una sala de espera de hospital, cuando no
salen los resultados, o sí salen y lo hacen para mal, como pesan los nervios
cuando todos se van y quedas tú con tus palabras sangrientas en la cabeza,
cuando lo único que quieres es que la vela se consuma de una puta vez y ante ti
se desvanezca el reflejo de lo que alguna vez fue la fiesta morir
gratuitamente, sin apenas haber sido consciente de ello.
Este libro muere con Antonin, con
Alejandra, con Silvia, con Virginia, con David, con Leopoldo, con Luna, con tus
pulmones, con mis ovarios, con mi útero dañado, con el hígado destrozado sin
saber por qué, con el páncreas en la palma de la mano chorreando azúcar moreno.
Pero
lo que de verdad duele de este libro es que cuando se cierra se ve el amor con
otros ojos, se siente el dolor con otros nervios, las jeringas que ya pinchan
de otra manera, en hueso.
Será el fin de un mundo conocido
hasta ahora entre líneas, cuando comprendes que “lo que esperas y lo que temes no es al final tan diferente”.[2]
[1] El gato. “ Las flores del
mal”. Charles Baudelaire. Nórdica. 2007.
[2] Lo único. “Todas las lenguas de los hombres”. Jesús Fernández. La
Bella Varsovia. Córdoba. 2013.
No hay comentarios:
Publicar un comentario