lunes, 8 de abril de 2013

Fresa y herida, Berta García Faet



Berta García Faet
Fresa y herida
Diputación de León, 2011

 
Cuenta Berta García Faet que una vez, en una cama pequeña, llegó al límite de su cuerpo y que ésta es de las pocas cosas que nos puede decir con certeza. Parece poco pero, como quien enciende una lámpara en medio de la noche, ya ha dicho suficiente. Porque decirse a partir de la confrontación es ya un camino de luz que sólo conoce quien ha estado ciego y lo ha transitado mirándole los ojos al monstruo recién descubierto, ese que también nos dice. Encajar nuestra monstruosidad en algún hueco, ubicar al yo naufragado recogiendo fragmentos es llegar al límite de nuestro cuerpo, exactamente de nuestro primer cuerpo. Fresa y herida habla de una transformación. De fragmentos que salen a la luz cuando despertamos de golpe en un orden simbólico donde ya nada es lo que parece.

Dónde situar nuestra deformación sin que resulte ofensiva. Ese Do I terrify? de Sylvia Plath como primer reflejo de la Medusa: el miedo a nosotros mismos. Tras la caída, el primer paso es reconocernos, volver a saber de nosotros. Y esta pregunta nos remite a otra anterior: de dónde somos. Surge así nuestra primera conciencia temporal, de ser en el tiempo. El gueto de Berta García Faet es urbano y transcurre en pleno siglo XXI:

Formo parte de aquel selecto grupo de chicas
a las que Las Chinas han acariciado el pelo
¿es natural? ¿es natural? ¿es natural?

Sus recuerdos son los de una generación que ha aprendido sus ritos iniciáticos en las películas americanas:

… y los chicos comido concienzudamente
muslos y omoplatos en garajes y autocines.

Se va configurando el mapa de esta primera ruptura con nuestro tiempo. Corte transversal por el que el sujeto se cuestiona a sí mismo, mediante una irónica conciencia de clase, de género y de sexo que lo convierte en espectador de su propio cuerpo femenino, con su “menstruo divertido” y sus “explosivas fotosíntesis”. Las líneas del mapa están trazadas con un desencanto precoz que juega a ser ingenuo, a la parodia romántica y a la pose fatal:

creíamos muy importante cerrar mucho los ojos al besarnos […]

todo es decadencia desde los trece […]

y me sentaré en la orilla a escribir poemas
sobre cuán cruelmente la corriente
los traga.

Entre los méritos de este libro hay que contar la posibilidad de leerse en distintos niveles. 1. Como recuento de una historia personal. 2. Como visceral representación de la problemática del yo con su tiempo. 3. Como el íntimo retrato generacional de la mujer, su condición, su deseo, su lugar. Una habitación propia que aquí se reclama desde un sufrimiento también propio.

El motor de esta tensión es el deseo. Un deseo deliberadamente afeado con la jerga adolescente: te planto un beso que te mueres de colores; pero también un deseo árido y desencantado: And the lovers pass by, pass by (Sylvia Plath); y sobre todo un deseo joven y arrollador que construye la identidad femenina en oposición a la masculina: 

Padres, hermanos, amigos, profesores:
soy un ser de deseo.

No es suficiente el contexto
–yo en el salón, en la bañera, en el cine, en el despacho:
ocupada en las tareas que desubican el deseo–
para lograra acallar este hecho sin espacio:
que, especialmente,
soy un ser de deseo.

Es decir: hombre(s), yo soy la (vuestra) mujer. La mujer cuya singularidad es tabla de salvación, pues en una sociedad de plástico que rehúye un contacto verdadero ella se define por oposición, como el (vuestro) verdadero deseo. Este poema, “Deseo”, quizás el de mayor intensidad del libro, logra un distanciamiento irónico, sutil, elegante y altamente sugestivo (os tan-solemne-y-tierna-y-felizmente anuncio / una pulpa de deseo) al tiempo que derrocha una carga erótica subyugante (oír este poema en boca de su autora es una especie de apoteosis de los instintos). Cuando Berta García Faet da rienda suelta al impulso expresivo alcanza verdaderas cimas en una voz sólida y personal:

Y sólo cuando mi deseo
se ha convertido en una inmensa bola
o en un pichón o conejo obeso y planetario,
lleno de estrías por seguir creciendo
hasta llegar al límite de su volumen posible,

sólo entonces,
cuando su tamaño ya nos resulta plenamente asqueroso,
socialmente nocivo, sentimentalmente molesto,

lo mato
y me lo como.

Un deseo que se fagocita, se auto-devora, insaciable, y convierte toda la existencia en apetito. Apetito que no se sacia más que con la consunción y nos hace entrever, recordando a Lacan, la muerte como objeto último de deseo, recuperación de la unidad perdida, curación final del sujeto dividido. Deseo sublimado por la escritura que es síntoma de la incompatibilidad entre vida y arte (Porque no escribo cuando estoy ocupada con todo el cuerpo). Un deseo que aniquila, cuando se satisface, cualquier otra voluntad; pero que, insatisfecho, pone en marcha una maquinaria de escritura en ausencia, en deseo, escritura deseante que incluso llega a incapacitar el mismo lenguaje:

… y enfermar de glosolalia por no existir los términos
que necesito para narrar esta exogamia dulce

La existencia se ha convertido en una grave carencia y ahora escribir es perder y perderse en la escritura misma, como vivir es perder y perderse en la existencia. Por eso también es un deseo altruista, el de la vida deseante, porque lo extiende y hace partícipe a una comunidad de seres-deseo donde no sentirse sola. Donde ser alguien y tener una identidad.

El libro, a partir de aquí, muestra una apertura hacia el tono confesional en poemas como “Tímido reportaje testimonial sobre los debates de invierno”, donde los elementos tecnológicos tienen cabida en un léxico puesto al día (te escribo un delicado email), pero también ingenuo y cínico a la vez, inteligentemente desprovisto de toda tragicidad. La ausencia, el abandono y el rechazo, tratados con dosis iguales de cinismo y desesperación, funcionan aquí como pretextos para el reto de afrontar una nueva situación: recorrer un camino nuevo con los pies de ayer. Caminar hacia delante, en círculos viciosos.

Pero no basta el conocimiento, no basta saber que se sufre, conocer las causas, para dejar de sufrir. Es otras palabras, llegar a esta conclusión más o menos tranquilizadora no exime de alimentar ese desgarro interior que solicita nuestra atención con su alarido. En ese vacío árido en que se ha convertido la existencia surge el yo como un ser exótico, salvaje, extraño. Es el momento de considerar al compañero de viaje que siempre ha estado ahí: Me tengo para siempre. Este abrazo interior, nacido del abandono exterior, es el mejor aprendizaje. El sufrimiento es un elemento constitutivo, ontológico, formativo, que acaba por escindirnos en un ser esquizoide y autolesivo:

Tú, reina de la vesania,
idiota obsesionada […]
cuadriculada boba, absolutista, fanática,

ahora vienes a mí, siempre acabas volviendo […]
cuando ya nadie te quiere: sanguijuela, cáncer.

Precisamente Tú-la-que-me-insulta-y-me-ataca
ferozmente […]

tú, la-pobre-princesa-de-útero-rojo-hipersensible,
la-niña-lupa, la-aquilatadora,
precisamente Tú-emperatriz-del-romper, roedora invicta,
heredera de la vid
más rancia y nihilista que pudo parir la tierra…

Tras el análisis y el diagnóstico, la purga. Una incisión directa e implacable que establece dos certezas: la clara sentencia de culpabilidad y lo difícil que va a ser a partir de ahora. El yo ahora se sabe vulnerable y, como los erizos, necesita protegerse: ¿No comprendes aún por qué extirpé con tanta urgencia  / las preguntas del mundo? Esta purga forma parte de un proceso de comprensión presentado como diálogo interior o lucha suicida, única vía para la restitución. Se trata del proceso psicológico de reconstrucción de los cimientos, porque el fracaso amoroso se vuelve fracaso existencial, la vida misma fracasa en todas sus infinitas posibilidades geográficas y temporales. Como Machado cuando escribía No es el yo fundamental eso que busca el poeta, sino el tú esencial, la escritura de Berta va del yo al tú para acabar en un todos.

La energía descontrolada de poemas como “Deseo” deja paso al tono meditativo, de mayor hondura, como después de haber comprendido. Ahora hay un cauce, una salida que pasa por el proceso de “otrización” que consiste en extirparnos el otro. Una vez hecho, contemplar la magnitud del sufrimiento vivido nos asombra y nos alivia: un mes que habría que donar al Museo de la Tortura de San Petersburgo. Queda, claro, el miedo de volver a descomponernos, de sentirnos abandonados. Pero también el miedo a esa vulgarización de algo que siempre comienza siendo heroico.

Fresa y herida conecta con esa interminable cadena de hitos personales y únicos formada por nuestros fracasos, desencuentros y abandonos. Por eso este libro explica una vida y todas las vidas. Porque se inserta en ese continuo que es la experiencia como masa. Se trata, por tanto, de un libro que encuentra con naturalidad su lugar y lo merece, como todos merecemos nuestra propia soledad, para cuidarla y que nos cuide, en memoria del abandono que somos o seremos.


4 comentarios:

Unai Velasco dijo...

Muy buena reseña, un saludo.

Rosa. dijo...

Acabo de enamorarme de Berta y su libro, pero también del dueño/a de estos lares. Qué bello es a veces plasmar lo que otros dicen y tú querrías decir.

Un beso.

Anónimo dijo...

Es una copia de Yolanda Castaño.

BGF dijo...

Lo siento, Anónimo, pero no he leído a Yolanda Castaño (todavía).