Berta
García Faet
Fresa y
herida
Diputación
de León, 2011
Por Antonio Mochón
Cuenta Berta García Faet que una vez, en una cama pequeña,
llegó al límite de su cuerpo y que ésta es de las pocas cosas que nos puede
decir con certeza. Parece poco pero, como quien enciende una lámpara en medio
de la noche, ya ha dicho suficiente. Porque decirse
a partir de la confrontación es ya un camino de luz que sólo conoce quien ha
estado ciego y lo ha transitado mirándole los ojos al monstruo recién
descubierto, ese que también nos dice. Encajar nuestra monstruosidad en algún
hueco, ubicar al yo naufragado recogiendo fragmentos es llegar al límite de
nuestro cuerpo, exactamente de nuestro primer
cuerpo. Fresa y herida habla de una
transformación. De fragmentos que salen a la luz cuando despertamos de golpe en
un orden simbólico donde ya nada es lo que parece.
Dónde situar nuestra deformación sin que resulte ofensiva. Ese
Do I terrify? de Sylvia Plath como
primer reflejo de la Medusa: el miedo a nosotros mismos. Tras la caída, el
primer paso es reconocernos, volver a saber de nosotros. Y esta pregunta nos
remite a otra anterior: de dónde somos. Surge así nuestra primera conciencia temporal,
de ser en el tiempo. El gueto de Berta García Faet es urbano y transcurre en
pleno siglo XXI:
Formo parte de aquel
selecto grupo de chicas
a las que Las Chinas han
acariciado el pelo
¿es natural? ¿es
natural? ¿es natural?
Sus recuerdos son los de una generación que ha aprendido sus
ritos iniciáticos en las películas americanas:
… y los chicos comido concienzudamente
muslos y omoplatos en
garajes y autocines.
Se va configurando el mapa de esta primera ruptura con nuestro tiempo. Corte transversal por el que el
sujeto se cuestiona a sí mismo, mediante una irónica conciencia de clase, de
género y de sexo que lo convierte en espectador de su propio cuerpo femenino,
con su “menstruo divertido” y sus “explosivas fotosíntesis”. Las líneas del
mapa están trazadas con un desencanto precoz que juega a ser ingenuo, a la
parodia romántica y a la pose fatal:
creíamos muy importante
cerrar mucho los ojos al besarnos […]
todo es decadencia desde
los trece […]
y me sentaré en la
orilla a escribir poemas
sobre cuán cruelmente la
corriente
los traga.
Entre los méritos de este libro hay que contar la posibilidad
de leerse en distintos niveles. 1. Como recuento de una historia personal. 2.
Como visceral representación de la problemática del yo con su tiempo. 3. Como el
íntimo retrato generacional de la mujer, su condición, su deseo, su lugar. Una
habitación propia que aquí se reclama desde un sufrimiento también propio.
El motor de esta tensión es el deseo. Un deseo deliberadamente
afeado con la jerga adolescente: te
planto un beso que te mueres de colores; pero también un deseo árido y
desencantado: And the lovers pass by,
pass by (Sylvia Plath); y sobre todo un deseo joven y arrollador que
construye la identidad femenina en oposición a la masculina:
Padres, hermanos,
amigos, profesores:
soy un ser de deseo.
No es suficiente el
contexto
–yo en el salón, en la
bañera, en el cine, en el despacho:
ocupada en las tareas
que desubican el deseo–
para lograra acallar
este hecho sin espacio:
que, especialmente,
soy un ser de deseo.
Es decir: hombre(s),
yo soy la (vuestra) mujer. La mujer cuya singularidad es tabla de salvación,
pues en una sociedad de plástico que rehúye un contacto verdadero ella se
define por oposición, como el (vuestro) verdadero deseo. Este poema, “Deseo”,
quizás el de mayor intensidad del libro, logra un distanciamiento irónico,
sutil, elegante y altamente sugestivo (os
tan-solemne-y-tierna-y-felizmente anuncio / una pulpa de deseo) al tiempo
que derrocha una carga erótica subyugante (oír este poema en boca de su autora es
una especie de apoteosis de los instintos). Cuando Berta García Faet da rienda
suelta al impulso expresivo alcanza verdaderas cimas en una voz sólida y personal:
Y sólo cuando mi deseo
se ha convertido en una
inmensa bola
o en un pichón o conejo
obeso y planetario,
lleno de estrías por
seguir creciendo
hasta llegar al límite
de su volumen posible,
sólo entonces,
cuando su tamaño ya nos
resulta plenamente asqueroso,
socialmente nocivo,
sentimentalmente molesto,
lo mato
y me lo como.
Un deseo que se fagocita, se auto-devora, insaciable, y
convierte toda la existencia en apetito. Apetito que no se sacia más que con la
consunción y nos hace entrever, recordando a Lacan, la muerte como objeto
último de deseo, recuperación de la unidad perdida, curación final del sujeto
dividido. Deseo sublimado por la escritura que es síntoma de la incompatibilidad
entre vida y arte (Porque no escribo
cuando estoy ocupada con todo el cuerpo). Un deseo que aniquila, cuando se
satisface, cualquier otra voluntad; pero que, insatisfecho, pone en marcha una
maquinaria de escritura en ausencia, en deseo, escritura deseante que incluso llega a incapacitar el mismo
lenguaje:
… y enfermar de
glosolalia por no existir los términos
que necesito para narrar
esta exogamia dulce
La existencia se ha convertido en una grave carencia y ahora
escribir es perder y perderse en la escritura misma, como vivir es perder y
perderse en la existencia. Por eso también es un deseo altruista, el de la vida
deseante, porque lo extiende y hace partícipe a una comunidad de seres-deseo
donde no sentirse sola. Donde ser alguien y tener una identidad.
El libro, a partir de aquí, muestra una apertura hacia el tono
confesional en poemas como “Tímido reportaje testimonial sobre los debates de
invierno”, donde los elementos tecnológicos tienen cabida en un léxico puesto
al día (te escribo un delicado email),
pero también ingenuo y cínico a la vez, inteligentemente desprovisto de toda
tragicidad. La ausencia, el abandono y el rechazo, tratados con dosis iguales
de cinismo y desesperación,
funcionan aquí como pretextos para el reto de afrontar una nueva situación:
recorrer un camino nuevo con los pies de ayer. Caminar hacia delante, en
círculos viciosos.
Pero no basta el conocimiento, no basta saber que se sufre,
conocer las causas, para dejar de sufrir. Es otras palabras, llegar a esta conclusión
más o menos tranquilizadora no exime de alimentar ese desgarro interior que solicita
nuestra atención con su alarido. En ese vacío árido en que se ha convertido la
existencia surge el yo como un ser
exótico, salvaje, extraño. Es el momento de considerar al compañero de
viaje que siempre ha estado ahí: Me tengo
para siempre. Este abrazo interior, nacido del abandono exterior, es el
mejor aprendizaje. El sufrimiento es un elemento constitutivo, ontológico,
formativo, que acaba por escindirnos en un ser esquizoide y autolesivo:
Tú, reina de la vesania,
idiota obsesionada […]
cuadriculada boba,
absolutista, fanática,
ahora vienes a mí,
siempre acabas volviendo […]
cuando ya nadie te
quiere: sanguijuela, cáncer.
Precisamente
Tú-la-que-me-insulta-y-me-ataca
ferozmente […]
tú,
la-pobre-princesa-de-útero-rojo-hipersensible,
la-niña-lupa,
la-aquilatadora,
precisamente
Tú-emperatriz-del-romper, roedora invicta,
heredera de la vid
más rancia y nihilista
que pudo parir la tierra…
Tras el análisis y el diagnóstico, la purga. Una incisión
directa e implacable que establece dos certezas: la clara sentencia de
culpabilidad y lo difícil que va a ser a partir de ahora. El yo ahora se sabe
vulnerable y, como los erizos, necesita protegerse: ¿No comprendes aún por qué extirpé con tanta urgencia / las preguntas del mundo? Esta purga
forma parte de un proceso de comprensión presentado como diálogo interior o
lucha suicida, única vía para la restitución. Se trata del proceso psicológico de
reconstrucción de los cimientos, porque el fracaso amoroso se vuelve fracaso existencial, la vida misma
fracasa en todas sus infinitas posibilidades geográficas y temporales. Como
Machado cuando escribía No es el yo
fundamental eso que busca el poeta, sino el tú esencial, la escritura de
Berta va del yo al tú para acabar en un todos.
La energía descontrolada de poemas como “Deseo” deja paso al
tono meditativo, de mayor hondura, como después de haber comprendido. Ahora hay
un cauce, una salida que pasa por el proceso de “otrización” que consiste en extirparnos el otro. Una vez hecho,
contemplar la magnitud del sufrimiento vivido nos asombra y nos alivia: un mes que habría que donar al Museo de la
Tortura de San Petersburgo. Queda, claro, el miedo de volver a
descomponernos, de sentirnos abandonados. Pero también el miedo a esa
vulgarización de algo que siempre comienza siendo heroico.
Fresa y herida conecta
con esa interminable cadena de hitos personales y únicos formada por nuestros
fracasos, desencuentros y abandonos. Por eso este libro explica una vida y
todas las vidas. Porque se inserta en ese continuo que es la experiencia como
masa. Se trata, por tanto, de un libro que encuentra con naturalidad su lugar y
lo merece, como todos merecemos nuestra propia soledad, para cuidarla y que nos
cuide, en memoria del abandono que somos
o seremos.
4 comentarios:
Muy buena reseña, un saludo.
Acabo de enamorarme de Berta y su libro, pero también del dueño/a de estos lares. Qué bello es a veces plasmar lo que otros dicen y tú querrías decir.
Un beso.
Es una copia de Yolanda Castaño.
Lo siento, Anónimo, pero no he leído a Yolanda Castaño (todavía).
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