Abraham Gragera
El tiempo menos solo
Pre-Textos (2012)
Por Francisco Onieva
Siete
años median entre la aparición de Adiós a
la época de los grandes caracteres (Pre-textos, 2005) y El tiempo menos solo (Pre-textos, 2012),
siete años en los que Abraham Gragera ha ahondado en la búsqueda de un nuevo
código lingüístico que pretende dejar constancia no del mundo, inabarcable y,
por tanto, imposible de reconstruir, sino de la pequeña estancia que es nuestra
existencia.
El
poeta considera que tan solo podemos definir lo que nos rodea desde el contacto
con el otro, en cuya comunión se encuentra la plenitud, y desde la necesidad de
buscar un lenguaje interior, una palabra nueva, despojada de los excesos
verbales y que nazca del interior del propio ser que la genera. Semejante
propósito tropieza, de inmediato, con una dificultad insalvable: el lenguaje es
una convención, un pacto social y, por ello mismo, se encuentra hondamente
connotado por factores sociales, ideológicos, culturales e históricos, con lo
que debe realizarse una acción previa de saneamiento de la propia lengua. Solo
desde esta labor necesaria, las palabras podrán nombrar de un modo distinto las
cosas y, por tanto, crearlas. Sin embargo, esta utópica creación, mediante el
lenguaje, de lo que nos rodea no es un acto fundacional del mundo, sino íntimo
y particular, un acto de amor.
Y
esta es la paradoja de la que nace la creación poética: el único medio que
tenemos para crear realidad es el lenguaje y este, al estar connotado, resulta
insuficiente siquiera para arrojar luz a la habitación compartida en que
decidimos vivir. Dicha insuficiencia nace de los excesos a los que se ha visto
sometida la palabra a lo largo de la historia. De todos los recursos, el más contaminado
y connotado es la imagen; por eso, en la irrenunciable labor de desescombro,
que tiene como misión la búsqueda de la precisión y la exactitud, debe ser
revisada –de hecho, Gragera ahonda en el uso de una imagen de base surrealista,
sustentada en no pocos casos en un sutil ironía-, al tiempo que deben buscarse
otras alternativas para darle un nuevo brillo al lenguaje y potenciar las
posibilidades fónicas no solo de los vocablos, sino también de los sintagmas e,
incluso, de las oraciones, dentro de un verso con una cadencia discursiva.
En
este sentido, para el poeta madrileño se hace necesario acudir a una
puntuación, en ocasiones, intencionadamente arbitraria, a la rima, siempre
estratégicamente situada, y a una amplia serie de figuras heredadas, en parte,
de la poesía de cancionero: anadiplosis, epanadiplosis, juegos de palabras, paranomasias,
antítesis, reduplicaciones, diáforas, similicadencias, derivaciones,
comparaciones, quiasmos, oxímoron, repeticiones disemeninadas, epístrofes, políptotos…Pero
la musicalidad va más allá del poema y se extiende a todo el poemario, que es
concebido como un todo unitario en el que se combinan, a modo de contrapunto, los
poemas en prosa con otros en verso libre y en verso blanco, ya sea dentro de
una estructura libre o dentro de una estructura cerrada al libre albedrío del
poeta, e, incluso, con metros tradicionales, en estrofas tan cerradas y
artificiosas como la décima (“Una novia judía”) o la sextina (“Los insomnes”)
que, pese a lo alambicado de la estructura –seis estrofas de seis versos y una
contera final, de tres versos, cada uno de los cuales acaba en una palabra-rima
que se repite en otras estrofas, alterando su orden-, logran sonar al oído con
naturalidad.
Este
es el magma que alimenta los diecinueve poemas que conforman un todo unitario,
de un tono irrenunciablemente meditativo, articulado entre lo hímnico y lo
elegíaco, de un decir equilibrado y depurado, que exige al lector un esfuerzo
que quizá no todos estén dispuestos a asumir, y ahí es donde radica el riesgo
de la apuesta. Pero si el lector se decide a dar el paso, se encontrará, en una
experiencia sumamente reveladora y fascinante, con algunos poemas memorables
como: “Los años mudos”, “Laguna”, “Diciembre”, “Remoto figurado” o
“Epistrophé”.
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