Rodríguez, David Eloy
Para nombrar una ciudad
(III Premio internacional de Poesía Francisco Villaespesa)
Sevilla, Renacimiento, 2010.
Por Luis Melgarejo
0.
Para nombrar una
ciudad ---título que a finales del 2009 fue merecedor del III Premio
de Poesía Francisco Villaespesa y cuya reciente y feliz publicación en la
editorial sevillana Renacimiento hace hoy posible esta reseña--- es el quinto
libro de poemas de David Eloy Rodríguez, poeta extremeño injertado hace ya muchos
años en ese triángulo mágico que forman las ciudades de Jerez de la Frontera,
Sevilla y Cádiz y que desde hace casi el mismo tiempo nos tiene ya
acostumbrados no sólo a poemas de los buenos, sino a poemas necesarios.
1.
Bien: Como ya supondrán
---y aunque podamos encontrar en sus páginas referencias veladas a ciudades
reales y alusiones directas a otras muchas urbes imaginarias e incluso
secretas--- Para nombrar una ciudad no es un poemario que rinda homenaje
emocionado a Sevilla ---ciudad en la que su autor reside y enreda--- ni a
ninguna otra ciudad concreta por cuyas calles y plazas podamos pasear al hilo
de sus versos. Trata más bien, yo creo, de una ciudad distinta, de esa ciudad a
la que por desgracia cada vez más se parecen todas las ciudades del planeta,
esa ciudad que habita nuestros cuerpos y que desde nuestra propia entraña nos
construye y va minando la vida cotidiana, esa ciudad interior en cuyas avenidas
se hacen fuertes también las huestes imperiales a poco nos descuidamos de
nosotros mismos y de nuestros derechos y responsabilidades ciudadanas. Es un
asunto viejo y, si me apuran, hasta manido ya, pero es de esa “ciudad de gente
sola que aprende a vivir sin aventura” y “que respira bajo el alud de la
falsificación” de la que David Eloy Rodríguez nos traza con el rigor, la pasión
y el arte de un cartógrafo de siglos pasados su personal callejero poético para
explicarnos cómo llegar, cómo salir, cómo vivir en “la mandíbula desencajada”
de esa ciudad que yo sé y ustedes saben, una ciudad, dice David, “compuesta de
deriva e intemperie, la que cada uno escribe en su tiempo, la que se bautiza
con el corazón y ya jamás pierde su nombre”.
El poema al que
pertenecen estas últimas palabras que les acabo de leer se titula 'Seis
aproximaciones para nombrar una ciudad' y, para mí ---aparte de ser uno de los
más emocionantes y sorprendentes de todo este libro, aparte de ser un texto con
la pegada y la iluminación de poemas suyos como el titulado “Criaturas” ---del
libro Asombros--- o esos dos ---del poemario Los huidos--- en los
que David Eloy nos habla con la voz de autores tan queridos para él como Miguel
Mihura y Raymond Chandler---, para mí, les decía, este poema deja
meridianamente claras y exactas tres de las vértebras claves de este libro, a
saber:
1)
La existencia incontestable de esa ciudad interior a la que también podríamos
llamar, qué sé yo, alma humana, inconsciente ideológico o, sencillamente,
estado soberano de piel adentro nuestra;
2)
la certeza de la normalidad con la que las gentes entregamos sus calles y
plazas al mismo poder imperial que impunemente nos hace inhabitable el espacio
público de nuestros pueblos y ciudades e inhumana la natural convivencia
colectiva;
y
3) la paralela existencia de un tejido vivo de bienaventuradas y activas
resistencias ---interiores y exteriores--- que, afortunadamente, nos hacen
posible la vida verdadera y la esperanza diaria gracias a su constante
mediación y a su esforzada defensa del bien común frente al embate obsesivo del
Imperio, la Dominación, el Sistema, el Espectáculo o como cada cual quiera
llamar a la penetrante invisibilidad de este capitalismo asesino que ---yo sé y
ustedes saben--- nos cerca despiadado y sin descanso y anida muy por dentro de
cada una de nosotras, haciendo suyos nuestros sueños, sentimientos y emociones.
Pero, discúlpenme,
porque ya estoy contándoles ---en prosa y con un punto estomagante de
pseudoteoricismo admonitorio--- lo que ustedes comprenderán mucho mejor cuando
se hagan con el libro en bibliotecas, librerías o en poemas sueltos por la red.
Porque es que hay cuestiones que sólo se comprenden plenamente desde la propia
poesía ---por mucho que nos acusen, y con razón, a poetas y poetos (o poetisos)
de que la poesía no se entiende, ya que, ciertamente, “todo se entiende sólo a
medias” y la poesía, como repite risueño y convincente el maestro Juan Carlos
Rodríguez, nunca fue transparente ni directa y además no sabe decir nada que no
sean distorsiones, rastros, huellas y contradicciones que los versos intentan,
tenaces, suturar o diluir.
2.
En
una de las relecturas de Para nombrar una ciudad de cara a la
preparación de estas líneas, me vinieron al relámpago unos versos de uno de los
mejores y más maltratados poetas muertos de esa tierra tan cainita de la que yo
vengo, unos versos de su libro Rimas en los que su autor, Luis Rosales
---que como nuestro querido Miguel Hernández también este año cumpliría los
cien años--- escribe: “A ti quisiera yo ponerte nombre. / Te pondría un nombre
de ciudad, / un nombre de país en donde no se hablase lengua alguna; / te
pondría un nombre que pudiera habitarse y no decirse”. “Un nombre que pudiera
habitarse y no decirse”, “que pudiera habitarse y no decirse”. Ese verso final
de Rosales se me quedó revoloteando ---“pajareando” podría decir David--- entre
sus propios versos y ahora pienso que la razón fue porque acaso es esa búsqueda
---la de un nombre que pueda habitarse además de decirse--- la que atraviesa la
escritura de David Eloy Rodríguez: La búsqueda de un decir que no sólo apunte a
nombrar la totalidad de lo real sin los nombres embusteros a los que intentan
acostumbrarnos, sino que también sea ya puro goce en la búsqueda y la aventura
de nombrar, desnombrar y renombrar lo incesantemente dicho y repetido tantas
veces para lograr llegarle a la vida y su constante mudanza con ojos de luz y
manos de entrega, para ---no sé cómo decirles--- lograr que las palabras en las
bocas se pronuncien para traer el mundo al mundo ---como dicen mis amadísimas
sabias italianas de la comunidad filosófica de Diótima---, para hacernos
habitable este mundo que vivimos.
Porque es que, no nos
engañemos: Los poetas ---no sólo los poetas, por supuesto--- nos hemos tirado
demasiado tiempo contando de todo corazón y con el alma desnuda toda una sarta
de viejas historias falsas con un petate cargado de palabras que creíamos
poéticas ---como si hubiera palabras poéticas y no poéticas---, demasiado
tiempo ocupándonos en desvelar el ser oculto y trascendente de las cosas con
lenguas prestadas e intervenidas imperialmente que no sabían agradecer ni el
don de la lengua materna ni el privilegio de las respiraciones compartidas,
demasiado tiempo también elaborando complejos dispositivos lingüístico-técnicos
con los que dar muestra del buen saber hacer de nuestro ego y,
consecuentemente, demasiado tiempo sin tomar conciencia de que todo era mucho
más sencillo, tan sencillo como traer el mundo al mundo haciendo visible la
invisibilidad que nos construye libidinal e históricamente, las contradicciones
cambiantes de las que la poesía se nutre y las redes y los nudos que nos
atraviesan, todo ese magma, en fin, que podríamos designar como la relación
existente entre el yo y el yo soy o entre nosotros y lo que somos ---si ustedes
prefieren que lo enuncie así.
Y es que la poesía
---lejos de esa imagen (por otra parte tan grata al Imperio y tan útil a sus
múltiples instancias coercitivas), esa imagen de la poesía como la expresión de
las verdades últimas del alma humana: el amor, la libertad (léase el amor
espectacular del deseo prefabricado, la libertad de vender nuestra fuerza de
trabajo en el mercado mundo libre de la perfecta civilización occidental y un
etcétera largo hasta el hartazgo)--- lejos de todo esto, digo, la poesía ---ya
lo dijo Audre Lorde---, “la poesía no es un lujo” ya que “si no hubiera poesía
un día cualquiera en el mundo, se inventaría ese día, porque el hambre sería
intolerable”. Y al hilo de estas últimas palabras de la desconocida pero
enormísima Muriel Rukeyser con las que acabo de enlazar la categórica y brutal
afirmación de la poeta afroamericana Audre Lorde, me han venido al magín
también otros versos de un autor más conocido entre el público europeo, Charles
Bukowski, que me parece que también enganchan con los de estas dos mujeres e
ilustran a la perfección esto que trato de decir y que cantando cuentan algo
así como que “la palabra debería ser / como la mantequilla, los aguacates, / el
bistec o los bollos recién horneados, o los aros de cebolla o / aquello que se
precise de veras,/ sea lo que sea.
tendría casi que ser / como si se pudieran coger las palabras / y comérselas”.
A mi juicio de poeta
cateto a mucho honra, los poemas de Para nombrar una ciudad comparten
estas certezas que hilvanando citas les vengo exponiendo. “Poetas” ---dice
David---: “tenderos en una isla misteriosa / hospitalarios anfitriones / sin
cobijo”. Me alegra poder dejar aquí escrito que la poesía de David Eloy ---como
la de otra mucha gente viva y muerta que siento compañera--- no es un lujo
superfluo sino una necesidad primaria que se afana, risueña y tenaz, por hacer
la vida toda más viva, digna y habitable.
3.
Y poco más: Quizá sólo
intentar llegarles por una última vereda al porqué de que al principio yo les
dijera que los poemas de este libro, aparte de admirablemente buenos, como
suele decirse, me parecen poemas necesarios. Para mí, son poemas cuya lectura,
además de lo ya dicho, me hace “comunicar con la comunidad perdida” de la que
hablaba el poeta palestino Mahmud Darwish, poemas que, aunque no puedan reparar
lo perdido, se rebelan contra el espacio que nos separa en una labor decidida
por reunir aquello que el Imperio dispersa y amenaza. David Eloy ha hecho de
este su quinto libro un poemario audaz y hermoso en donde el lenguaje tiene el
pulso de los cuerpos vivos y esa suerte de reflexión intensa que sólo procuran
el amor, la inquietud y la esperanza.
René Char decía que “la
poesía es vigilia”, mantenerse en vigilia, resistir. David Eloy Rodríguez lo
tiene esto bien claro y lo sabe como poca gente sabe poner en el papel, hacerlo
cuerpo suyo y compartirlo de viva voz en su lengua materna. Yo brindo porque
siga siendo así y me animo a proponerles, cuando se hagan con el libro y ya lo
lean, que dejen la poesía y vuelvan a la vida para que, como Miguel Hernández dejó
dicho, “hablemos sobre el vino y la cosecha”.
(reseña aparecida en diciembre de 2010 en Poesía & Gráfica)
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