Jordi Corominas i Julián
Paseos simultáneos
Editorial Vitruvio, Madrid, 2010
Por Alex Chico
Paseos simultáneo es la
primera incursión poética de Jordi Corominas i Julián (Barcelona, 1979). La
primera incursión, maticemos, en forma de libro, porque la vida de este joven
autor siempre se ha movido en parámetros literarios. Viene siendo lo que
algunos llaman, con o sin acierto, un agitador cultural. Alguien, en
definitiva, que desfila por muchos espacios urbanos encontrándose con el
público, a través principalmente de una propuesta genuina a la que llama
loopoesía, un espectáculo músico-poético, si es que podemos resumirlo con un
simple compuesto. Como autor, no obstante, ha publicado las novelas en catalán Una
dona que sap jugar amb els peus y Colors, ambas editadas por Abadía,
además de la biografía Macrina la madre, publicada por la editorial
milanesa Jaca Books. A esto hay que añadir su labor como antólogo en el libro Matar
en Barcelona (Alfa Decay, 2009). Todas esas publicaciones son, antes que
nada, un preludio, un ejercicio que anticipa estos paseos simultáneos, editados
ahora por la madrileña Vitruvio.
Fijémonos cómo comienza el
libro: con un poema titulado “Balcones” y con un primer verso que dice: “Buenos
días”. Es una prematura declaración de intenciones: Paseos simultáneos
es un libro que se abre al aire, que hablará del exterior (la calle) desde el
interior (un balcón, es decir, su propia mirada). A partir de ahí, esa apertura
le lleva a enumerar todo lo que ve. Y subrayo “todo”: sólo así se entiende que
en apenas seis versos de un mismo poema, un personaje llamado Mari, conviva con
Dustin Hoffman, Anthony Hopkins, José María Aznar, Cicciolina y el Papa
Ratzinger. Sin embargo, no se trata de eso, o no sólo, al menos. No es cuestión
de enumerar por enumerar, ni siquiera es una descripción de ambientes. Se trata
de que detrás de cada personaje, cada objeto poetizado, detrás de cada paisaje,
Jordi está creando un universo: el suyo propio. Creo, con toda sinceridad, que
eso mismo es a lo que debe aspirar un poeta: a levantar su propio mundo, a ser
capaz de crear un universo. A eso se refería el poeta romántico Novalis, cuando
escribía que el poeta debía ser un pequeño dios todopoderoso. No se pretende
encontrar una forzada empatía con el lector. Sería erróneo reducir el poemario
a estos parámetros tan simples. La poesía es, al menos así la concibo, un lugar
de encuentro. Pero no un lugar de encuentro a cualquier precio. Por eso,
podemos afirmar que ese “todo” al que antes nos referíamos forma parte
ineludible de lo que el autor nos quiere mostrar. No hay, por tanto, impostura,
ese mal endémico que coquetea con buena parte de la poesía contemporánea
española.
En ese sentido, un aspecto que
me llama la atención del libro es la capacidad de Jordi para combinar, para simultanear,
paseo y escritura. Hay un referente en la literatura española, Claudio
Rodríguez. Ambos encuentran en el tránsito, en el camino, todo aquello que
luego trasformarán en escritura. Las calles son los lugares por los que
transita el poemario. Todo lo que encuentra irá construyendo ese pequeño
universo: desde conversaciones hasta números de portal, como ese 222 de la
portada que bien puede ser un 999 según se observe. Reconozco que este es uno
de los aspectos que más me llaman la atención del libro: su capacidad de poner
en práctica aquel tópico latino del homo viator. Sin embargo, como buen
viajero, sabe que su viaje será siempre laberíntico, quizás también circular.
Así, por ejemplo, concluye su poema “Ruraurbs (Moradielos-BCN)”: “El cigarrillo
de/ entrada a/ Barcelona es/ mero miedo/ al laberinto.”. De hecho, Paseos
simultáneos puede ser considerado, también, una meditación sobre el
laberinto, sobre lo que encuentra en él, sobre lo que descubre. Y es aquí donde
sorprende, tanto en la forma como en el contenido. Sorprende, digo, porque
tiene la capacidad de extrañar al lector. “Negros que bailan sardanas”, por
ejemplo, o “santanderinos que comen aceitunas con el responsable del
ministerio”. Una vuelta de tuerca o un pequeño homenaje a aquellos escritores
que encontraron su universo poético a partir de la imagen, de esas asociaciones
aparentemente inconexas, subconscientes. Hablo, claro, de aquel primer
surrealismo que nos hizo reunir una máquina de escribir y una camilla de
quirófano. Aunque convendría hacer una precisión: no se trata de emular al
surrealismo, sino de enmarcar sus poemas dentro de una hiperrealidad.
En ese proceso de búsqueda y
captura de lo que le rodea, hay un intento por respetar los diálogos tal cual
fueron pronunciados. Lo que ocurre es que la forma se retuerce. Nada es, en
definitiva, lo que parece. Sólo bastar juntar palabras de una manera diferente
para provocar en el lector un fogonazo, a través de sintagmas extraños, por
buscar un adjetivo que se aproxime. Si entramos en su juego entenderemos que
(cito) “la morsa del calendario chino se fue al wc” o que los edificios sean
capaces de roncar entre ladrillos. De todo ello se deduce uno de los hallazgos
del libro: todo vale, todo se incorpora, todo puede ser, al fin y al cabo, susceptible
de formar parte del poema. De aquí podemos extraer una poética, una premisa
literaria que el autor respeta y persigue. Como él mismo admite, escribir
significa “mimar lo cotidiano para entender lo profundo”. Esa misma idea se
destila en cada paseo. El poeta se detiene y observa. Lo cotidiano, lo anodino,
puede ser un objeto poetizable. Se acabaron los parnasos. Ese locus amenus no
ha de estar, necesariamente, identificado con un paisaje preciso. Paseos
simultáneos es, en ese sentido, un homenaje al rincón, a la mirada, al
destello inesperado. Su estructura así lo demuestra: si existen novelas ríos,
la propuesta de Corominas tiene un matiz semejante. Cada poema exige el poema
siguiente, de tal manera que su lectura coincide con la corriente. Se logra
respetar el ritmo que imponen esos paseos. Como si el lector acompañara,
perplejo, al espectáculo escondido que encierran los extraños límites de la
ciudad.
Paseos simultáneos es una
apuesta, arriesgada, sí, pero coherente, porque responde al autor. Leemos
cualquiera de sus poemas y sabemos que es él quien lo ha escrito. Y eso, me
temo, no es fácil. Por eso valoro a aquellos escritores que presentan
propuestas a las que uno, para bien o para mal, observa desde una distancia
creativa. Porque, en definitiva, me muestran una nueva forma de decir. Al final
la poesía es, antes que nada, una relectura del mundo que, sin saberlo, nos
rodea.
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