POR QUÉ VOLVER A LEER PASEO DE LOS
TRISTES
Egea, Javier.
Paseo de los Tristes.
Point de Lunettes, 2010.
Por Jorge Díaz Martínez
La editorial sevillana Point de Lunettes ha
tenido el acierto de reeditar un título emblemático para la poesía española de
los ochenta y, cabría decir, una clave esencial para comprender buena parte de
la poesía escrita desde entonces en nuestro país. La nueva edición de Paseo de los tristes, de Javier Egea, se
terminó de imprimir el pasado 27 de marzo de 2010 con una tirada de mil ejemplares
que al cabo de tres meses ya se encontraba agotada.
El prólogo corre a cuenta de Antonio Sánchez
Trigueros, quien nos facilita, a partir de diferentes ángulos, un marco de
lectura muy completo que abarca desde la aparición del poemario en 1982, cuando
resultara ganador del Premio Juan Ramón Jiménez, hasta aspectos tan
significativos como la composición del jurado, la ascendencia ideológica del
libro o la acogida crítica que mereció a través de las varias reseñas que se
fueron publicando durante los meses siguientes.
Al volver a leer Paseo de los tristes, una ligera sensación de aire de familia se
transforma pronto en la certeza de estar volviendo a leer cuatrocientos
poemarios en uno. Dicho de otra manera, nos parece estar ante algo así como la
madre de todos los poemarios. Sin necesidad de insistir demasiado sobre la
huella que La otra sentimentalidad primero, y la Poesía de la experiencia después,
dejaron sobre los autores posteriores y, por ende, también sobre los actuales,
creo que se entenderá lo apropiado de la imagen.
Ahora bien, sabemos que cada vez que una fórmula
es reproducida por un nutrido grupo de copistas, sucede que aquello que en
principio resultara genuino, ingenioso o genial, acaba sin remedio en una
escritura torpe, alienada o serializada. No debemos lamentarnos: es un mal
necesario o, mejor dicho, inevitable. Incluso puede que sirva de reactivo,
impulsando, al igual el abono, nuevos florecimientos.
La situación, que fue señalada con acritud desde
numerosas instancias ya a mediados de los noventa, debería entenderse hoy por
hoy, desde un punto de vista sistémico, como un mecanismo intrínseco a la
instauración de nuevos paradigmas estéticos dentro de una tradición, una fase
de expansión que daría pronto lugar a un estadio de deterioro, según la
dinámica de los sistemas literarios modernos.
¿De qué nos sirve entonces, ahora, volver a leer Paseo de los tristes? Nos sirve,
precisamente ahora, para volver justo
al principio. Y no como una estampa de melancolía, sino para tomar justa conciencia
de la significación del término clásico
en su propio sentido, o de canon. Nos
sirve para reconocer la fuente, el agua de la que han bebido tantos otros que
nosotros, luego, hemos leído. Nos sirve para acotar un centro fundamental del repertorio (Even Zohar) de una
tradición. Una toma de conciencia viva, ésta, que lo será más, si cabe, para
quienes durante las últimas décadas han venido leyendo la poesía que se ha
escrito en España desde aquel 1982.
Y para retomar un poco la reflexión teórica que
daba pie a sus versos y agitaba también los de otros muchos escritores de su
generación. Una teoría poética que posteriormente sería desarrollada,
explicitada y pormenorizada, a lo largo de los ochenta y noventa, en diversos
manifiestos, prólogos, artículos y ensayos, bien por los propios autores de lo
que empezó llamándose La otra sentimentalidad (labor en la que destacó particularmente Luis García
Montero), o bien por una multitud de poetas y estudiosos que se posicionaban, y
aún se posicionan, a favor o en contra de lo que se llamó Poesía de la experiencia.
La herencia de ese debate, que ya apuntando hacia
la segunda década del s.XXI sigue moviendo el molino, la encontraríamos, por
ejemplo, en la acuñación de nuevos marbetes críticos, como el reciente de Poesía de la Normalidad (utilizado por Vicente Luis Mora y
Agustín Fernández Mallo), un término que, si bien podría aplicarse, tal y como
ha sido expuesto por sus ideadores, a un volumen considerable de lo publicado en
España de unos años a esta parte, no alcanzaría, en cambio, a la producción
inicial de los autores de la escuela granadina.
Es bien sabido, y así nos lo recuerda Sánchez
Trigueros en su prólogo, que la clave del pensamiento poético del citado grupo
debe buscarse en la figura del profesor de la Universidad de Granada Juan Carlos Rodríguez Gómez.
Por ende, Trigueros señala también, sirviéndose de los planteamientos de la
Estética de la Recepción, hacia la influencia de Rodríguez Gómez no ya sobre la
poesía de Egea, sino sobre la lectura que de esa poesía se hizo, tomando en
consideración que “muchos lectores dicen que un libro es lo que un lector
cualificado ha dicho que es.”
No es este, desde luego, el lugar adecuado para
pormenorizar acerca del pensamiento poético del profesor Juan Carlos Rodríguez
y su docencia sobre los creadores de La otra sentimentalidad. Acotaremos, no
obstante, su raigambre en la crítica marxista de Gramsci, Althuser o Kristeva.
Parafraseando al propio Rodríguez, la operación transformativa de la historia
literaria moderna pasaría de considerar a la poesía como la expresión de un
espíritu (romántico), a la elaboración de una razón (ilustrada), para finalmente
terminar por descubrirse a sí misma en forma de producción ideológica (Marx y
Freud).
De alguna manera, estas nociones funcionaron como
una base teórica que apoyaba, guiaba o justificaba la legislación estética del
grupo granadino. A partir de una consideración de la poesía, no ya como la obra
de un espíritu (individual, nacional o de época) o una razón (burguesa), sino
como la manifestación de una ideología (materialista, histórica), se
explicaría, por ejemplo, la construcción de un sujeto lírico ficticio,
posicionado y comprometido ante esa o gracias a esa conciencia histórica, así
como una escritura orientada, no tanto desde el yo, sino hacia el nosotros
(objetivación del sujeto lírico).
Como decía, se han argüido múltiples críticas
ante dichos parámetros durante los últimos veinte años aproximadamente. Algunas
de ellas vienen de parte de los propios miembros de La otra sentimentalidad,
que en textos más maduros recuerdan que no habría contradicción entre sujeto
(propietario, al menos, de razón) y producción ideológica, ya que la ideología
necesitaría siempre de un sujeto en que asentarse, de la misma manera que no
sería posible un sujeto sin ideología. Así, Luis García Montero dirá que “los
sentimientos públicos y las ideologías sólo existen cuando se plasman en unos
ojos.”[1]
Pero regresemos a Paseo de los tristes. Vale la pena volver a leer un poemario
fraguado al calor de unas ilusiones -las de aquella reciente democracia y
aquella sociedad todavía en pleno encantamiento- comprometidas con su tiempo y,
sobre todo, con la poesía. Vale la pena leer unas composiciones que todavía le
seguían buscando el sentido a una cierta idea de la literatura, cuando en el
calendario empezaba ya a marcarse el principio del fin de un siglo empeñado en
acabar de una vez por todas con la cultura, para sustituirla por la lógica de
mercado. Vale la pena porque Egea todavía creía en su escritura y, si dejamos aparte exégesis históricas y nos quedamos, sólo por unos minutos, a solas con
los poemas, no podremos dejar de notarlo.
[1]
En su poética para: J. C.
Mainer (ed.) El último tercio de siglo
(1968-1998), Madrid, Visor, 1999. Pp: 664, 665.
No hay comentarios:
Publicar un comentario