Augusto Rodríguez
El libro de
la enfermedad
Ediciones Vitruvio, 2013
Por Daniela
Camacho
Existe un campo
textual que pertenece a los enfermos, con todas sus pulsiones, sus deseos, su
desmesura. Existe, en particular, un cuerpo, una zona escindida donde palpita el
nervio escritural si la enfermedad de la que hablamos es el cáncer. Quizá
porque su lenguaje es el del caos, el derroche, lo incontrolable, lo anómalo. O
quizá porque en aquel que ya se sabe invadido por algo misterioso e incurable
hay un sentido de urgencia, una claridad puesta en riesgo como si un accidente
cualquiera amenazara en todo momento su propagación. Pero a menudo, el enfermo
no reúne las fuerzas o el descaro necesarios para hablar de esta catástrofe, y
hay entonces quien recibe una herencia de tumores como joyas familiares y, con
estupor, con ironía, con amor y coraje, intenta escribirla.
Augusto Rodríguez (Guayaquil, Ecuador, 1979) ha ido construyendo
una poética de la enfermedad en torno a esta herencia: la pérdida del padre, la
ciudad carcomida por la miseria, la infancia arrebatada, el sexo amenazado por
la oscuridad y la vejez. Ha dejado claro que, con cada poema, con cada desenfreno
en la escritura, está combatiendo. ¿Contra qué? Contra la apatía, contra el
poder, contra el irremediable acto de la muerte que, de manera insólita e
irreverente, él transforma en un acto de vida. Augusto Rodríguez ha sabido
afinarse el corazón para cantarle a la muerte silenciosa y en ese concierto
casi animal escuchamos a su padre irse de este mundo con miedo a cerrar los párpados.
El libro de la enfermedad reúne la tensión, la rabia y
la vehemencia de otros libros del autor: El beso de los dementes, La enfermedad invisible,
El libro del cáncer y Voy hacia mi cuerpo. Con diversos registros y la misma
desesperación, el poeta ecuatoriano pone en marcha aparatos textuales y
sexuales que están atravesados por visiones, por un dolor que ha echado raíces
en el pensamiento y del cual han nacido sus preguntas más insistentes: “Qué
queda después de la sangre, del semen, de la herida, del abandono”, o bien
“¿Qué es la infancia? ¿en qué parte está? ¿dónde se esconde? ¿qué significa la
infancia? ¿acaso es el espacio inhabitable que quedó después de romper todos
los espejos que tienen a la muerte como su única fe?”.
Al
abrir todas las ventanas de El libro de
la enfermedad, constituido como un solo corpus,
unitario pero multívoco, percibimos una misma y sola corriente de aire que
oxigena la maquinaria pulmonar de todas sus páginas. Personal y polifónico,
como si la transferencia cuerpo a cuerpo fuera posible en el poema, este libro
relata una agonía, pero no a la manera de la amargura o el desconsuelo, sino
como un gesto extremo de belleza y resistencia.
El
autor conoce bien los signos de la enfermedad, sabe de la furia necesaria para
defender del cáncer otras manos, otro estómago, otra sangre. Es niño y hombre
frente a una adversidad impronunciable que, por momentos, le significa una
derrota: “para qué seguir cuando mi padre respira por
los orificios de la muerte y la madrugada me trae el aroma de su perfume y su
beso es un pez enterrado en mi boca”.
Pero su imaginario es portentoso y no se
deja oscurecer. El autor de El beso de
los dementes es capaz de un desdoblamiento que no cesa, una enunciación
ávida, devorante que, en sus momentos de mayor deslumbramiento, hace que el
lector, perplejo, se reconozca en todas las cosas del mundo, con un cuerpo que
va hacia la muerte lleno de órganos y amor y rebeldías y maldiciones como
sílabas que fueron hechas para bendiciones.
La
poesía de Augusto Rodríguez está llena de pequeños fogonazos subversivos que
tienen asidero en la ternura, la escatología, la imaginación desbordante. Su
universo simbólico es el de un lector que ha penetrado con voracidad en otras escrituras
y las ha hecho propias hasta el punto de comprender que “para los que sufren las
palabras no existen, están viciadas”.
Sin embargo, en El libro de la
enfermedad las palabras están aconteciendo, rotundas, encendidas.
1 comentario:
Estupendísimo libro. Precisamente ayer hablaba de él en Buenas Noches Nueva Orleans.
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