Rafael Antúnez
Sentado junto al muro
Editorial Cántico, 2012
Por Francisco Onieva
Sentado
junto al muro es el quinto poemario de Rafael Antúnez Arce (Córdoba, 1975)
e inaugura, junto a La plaga (Remastered)
de Raúl Alonso, la colección Doble Orilla, Poesía de la editorial Cántico,
dirigida por el propio Alonso. Después de Las
sílabas que son de tu mirada (Córdoba, Ediciones del Minotauro, 1997), La batalla de la luz (Santiago de
Compostela, Editorial Follas Novas, 2001; accésit del premio Rosalía de Castro),
Nada que decir (Madrid, Rialp, 2002; accésit
del premio Adonáis) y Los nombres de
Helena (Sevilla, Renacimiento, 2006), Antúnez abandona el ritmo del verso
blanco y busca la libertad expresiva del poema en prosa o prosa poemática en
las 28 composiciones que conforman un todo unitario y que actúan como los
fotogramas de una película de indudable tono elegíaco, sustentado en un
desencanto de base nihilista que descree del hombre y del mundo. El libro
conforma, pues, una suerte de diálogo del autor consigo mismo, a través del cual
profundizar en su mundo interior (“Querías hablarme. Sin embargo te alejaban
esos intrusos que ni siquiera habían sido invitados. Esos parientes míos, tan
míos, que siempre van conmigo.”). Para ello crea la imagen que da título al
libro: ante las dificultades cotidianas encontradas por el hombre, simbolizadas
en el muro, tan solo cabe la posibilidad de superarlas y mirar más allá de esta
construcción humana para poder encontrarse: “No puedo derribar el muro si los
cascotes al caer no me incitan a ver el otro lado. Fuera del cerco de nubes. El
huerto que amamanto con mi sangre recién verde”. De este modo, se plantea la
necesidad de un salto al otro lado, donde está el conocimiento de la propia
realidad individual, si bien no se trata de un salto activo, sino un proceso
interior que debe desarrollarse dentro del propio yo: “Respirar como única
evidencia, como tarea simple sin más examen que el de quedarse quieto”. Estamos,
por tanto, ante un proceso de autoconomiento y de aceptación de nosotros mismos
como medida previa para entender el complejo mundo en que vivimos y las difíciles
relaciones establecidas con él, que son las que, en el fondo, definen al propio
yo: “Cuando niño amaba el muro de ladrillos de mi casa. Cuando llovía me pegaba
a él, me acurrucaba contra el suelo. Veía caer las líneas líquidas,
superpuestas como una antigua ecuación asombrosa. Hacía frío.”
Escrito
entre dos crisis -una, íntima; otra, económica y moral-, el poemario, pulido y
depurado de un modo continuo a lo largo de los últimos seis años, nos presenta al
Antúnez más preciso, más emocionante, más contenido, más sugerente, aquel que demuestra
un mayor dominio de la imagen, a la que dota de una importancia axial, al
tiempo que pretende trascender a través de ella, siempre desde una visión
personal, una realidad poliédrica que es percibida de manera fragmentaria y
fugaz: “Todo está a punto de nacer. También el polvo sobre la mesa, las olas de
dunas que zigzaguean en el desierto, la bolsa de aire que el árbol esconde
entre su copa.” En este sentido, acude a la imagen de base irracional que adquiere,
en ocasiones, cierto tono visionario: “una cuerda de piano que despegue mis
pies del asfalto derretido”. Antúnez sabe tensar la palabra y la imagen hasta
que despliegan las posibilidades significativas necesarias para golpear el
ánimo del lector y no dejarlo impasible: “Un seto, un viejo árbol con unos
dientes de cerdo clavados en su corteza.”
El
resultado es un libro de gran intensidad, en el que aparecen los problemas del
hombre de carne y hueso, en el que el poeta sabe despojar al poema de todo lo
que es accesorio, en busca de la palabra justa y precisa.
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