Nieves Chillón
Rasguños
Vitruvio, 2013
Nieves Chillón nació en Orce (Granada), en 1981, y actualmente trabaja como
profesora de secundaria en un instituto de Huéscar (también Granada), donde
reside. Aunque esta información no sea necesaria para entender y disfrutar de
su poesía -que no es poesía rural-, no he podido dejar de preguntarme si dicho
medio no alcanza, como una suerte de influencia telúrica, también a su poesía.
No en vano, sus poemas, del primero al último, están llenos de tierra, y cuando
ésta no aparece directamente, aparecen las raíces, los troncos o las ramas que
somos. Pero, ¿cuál el territorio al que se refiere Nieves? Es la tierra de
aquí, pero también la de allí -como nos dice, citando a Mahmud Darwish. Es la
tierra en abstracto, pero también en concreto. Es la tierra el origen, pero
también el fin. Y es la tierra, en definitiva, la patria, el hogar, la
identidad y el yo, pero también el mundo, la intemperie, lo comunitario y el
tú. Además, como se sabe, también es la tierra el símbolo de lo femenino, en
contraposición al celeste masculino: “El diente convertido en hombre/ que al
nacer y morir rompe la tierra.” La muerte como sexo, y el sexo como herida,
pero también como alumbramiento. Porque en estos poemas, y creo que estarán de
acuerdo con ellos, la vida se convierte en un proceso de cicatrización y de
renacimiento, y la propia poesía se parece en muchas ocasiones a un poco de
sangre, ocre como la tierra, que seca y cicatriza. “Quédate junto a mí como si
fuera árbol/ cuando yo soy de carne y cicatrices.”, nos dice. Aprender a vivir
es aprender a sanar y, como buena alquimista de los versos, Nieves ha decidido
cicatrizar en poemas.
Permítanme hacer otro juego de palabras, esta vez a partir del apellido de
Nieves. Nieves se apellida Chillón, y podemos decir que, al igual que El grito, de Munch, y el Aullido, de Ginsberg, Nieves chilla, nos dice que le duele la
garganta de tanto hacerlo, y su chillido es matemático y melódico, medido y
meditado, calculado, compuesto y descompuesto. Y es que aquí incluso el amor,
como nos describe en el poema “Desigual”, parece una cuestión de aritmética. Es
en esta cualidad donde reside, según convenimos, la diferencia entre el
desahogo automático de una fiera enjaulada y la re-creación artística de ese
ángel enjaulado en una hoja de papel, o de ese pájaro humano que tiembla ante
una pared blanca, de los que nos habla Nieves. Su chillido, por tanto, busca la
perfección, y mediante este método su artificio logra eso tan codiciado que
suele denominarse naturalidad. Sus
poemas, cuajados de metáforas, han alcanzado de alguna manera el estado de voz
propia, como ese cuarto propio de Virginia Woolf, porque todo escritor conoce
que su auténtica casa no se construye con cemento y ladrillos, así que Nieves
no ha alquilado ningún apartamento, Nieves ha construido su hogar en sus
heridas: esta es la voz de Nieves, aquí vive, en este libro abierto. Ella es la
muchacha pelirroja que escribe en un aeropuerto, ella es la mujer en cuya
espalda una mano dibuja constelaciones y la mano del dios que las dibuja, ella
es esa Venus pelirroja que renace de la espuma del baño y la niña que alcanza
un orgasmo de cielo encadenada al eje de un columpio.
Esa imagen, tan frecuente en Alejandra Pizarnik, de la poesía como
cicatriz, sumada al concepto del carácter humano también como consecuencia o
cicatriz de las experiencias vividas, creo que explica muy bien la elección del
engañoso título de este poemario: Rasguños.
Una elección acertada porque en la aparente sencillez de su significante se
camuflan los semas de ambas nociones: el de la herida o rasgadura y el del
carácter o rasgos. Rasguños puede
leerse, incluso, como un diminutivo afectuoso de rasgos. A Baltasar Gracián, siempre dispuesto a embarazar el verbo,
le encantaría este título que oculta y muestra a la vez, en un mismo vocablo,
un doble significado cuyas ideas también se relacionan: la poesía como carácter
y el sujeto como herida.
¿Cuáles son esas heridas, esos rasguños, de los que nos habla Nieves? O
dicho de otra manera, ¿cuáles son los rasgos de la poesía de Nieves Chillón?
Podríamos contestar citando a Miguel Hernández, pero a sus tres heridas (la de
la vida, la de la muerte y la del amor) habría que sumar una cuarta, que es la
herida de la religión. Todas ellas se resumen en la herida del tiempo, que es
la de la infancia o inocencia pérdida, que es también la de la pérdida de las
nociones platónicas o idealizadas del amor y de la divinidad. Los poemas de
este libro son la rasgadura del envoltorio cultural con el que nos vistieron en
la infancia. Por eso en ellos Dios es ese niño-amante al que dirigir nuestras
plegarias, un amante aristotélicamente sensual y al alcance del tacto, pero no
por ello menos divino.
Me acabo de referir al “envoltorio cultural”, y es que en estos poemas se
reitera el índice hacia el triunfo posmoderno de las superficies, de las
envolturas que todo lo cubren y metamorfosean como compensación ante el
profundo vacío de las ya mencionadas heridas. Y el símbolo elegido por Nieves
es el de una superficie desechable. No deja de ser gracioso, además, que el
mismo objeto físico del libro venga ofrecido por la editorial Vitruvio dentro
de un envoltorio de plástico transparente. Son las bolsas, las omnipresentes
bolsas. El sujeto como bolsa y la cultura como bolsa que ahoga y homogeneiza.
“Mi ropa interior va dentro/ de una bolsa de papel/ de color rosa,” nos dice, y
el sujeto deviene, al igual que en un juego de muñecas rusas, en la acumulación
de sucesivos envoltorios. O el poema titulado, directamente, “Bolsa de
plástico”, que dicta: “los escupideros de los coches/ aman las bolsas/ medusas
que ahogan/ a las medusas verdaderas/ y a los niños desobedientes.” Recordemos
que en la mitología clásica, la medusa es esa semi-divinidad que no es posible
mirar directamente, sino bajo pena de convertirse en piedra. En el poema de
Nieves, la bolsa se convierte en una medusa de playa, podemos verla ondulando
bajo esa otra superficie de las aguas y atrapando en su interior a la medusa
verdadera, es decir, a la de la Naturaleza con mayúsculas. Al contrario que la
figura mitológica, esta medusa de plástico, la bolsa posmoderna, goza de una
abrumadora preeminencia visual, pero posee también, al igual que aquella, la
misma capacidad de petrificación o de estandarización: la subjetividad y la
individualidad de la infancia desobediente ha de someterse al poder de las
convencionalizadas envolturas.
En oposición a dicha homogeneización cultural, la infancia aparece como ese
gran territorio conflictivo, conflictivo porque es una dimensión perdida pero a
la vez presente, capaz de desdoblar nuestra prosaica cotidianidad en una
afortunada realidad disfuncional, y en muchas ocasiones nuestra única bolsa
salvavidas en un entorno de bolsas a menudo cargadas de pesadas piedras como
palabras -parafraseando de nuevo a Nieves-. Además, la infancia es también aquí
un territorio conflictivo porque el mismo solapamiento de espacios y tiempos
conduce a la perversión de la antigua inocencia, de manera que Dorothy, la niña
protagonista de El Mago de Oz, pasa a
ser una voz con la que conversar en noches de alcoholemia, una voz que te pide
lo imposible, es decir, que mantengas a salvo, resguardado, ese universo de
ensueño, cuando la confusión entre ambos mundos, adulto e infantil, es ya un
hecho consumado, consumido y reproducido aquí en forma de poema.
La última y breve composición, titulada “Paisaje final”, ilustra de manera
muy nítida la clásica oposición platónico-aristotélica, como metáfora de la
metamorfosis vital que supone la sustitución de unos valores celestes por la
superficialidad tangible y perecedera de ese polvo rojizo u ocre, que cubre,
envuelve y tiñe nuestra naturaleza, y para el cual los cielos ya no sirven de
espejo, si no es a condición de mezclarse, fragmentados lo mismo que el sujeto
que en ellos se adivina, entre el resto de trozos de la tierra.
2 comentarios:
Un gran poemario, sin duda. Muy impresionante.
¡Uff!. ¿hay necesidad de nada en demasía?. No pongo mis datos para que no te mojes ni chilles (nada de eso harás sola).
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