Blanca Andreu
Los
archivos griegos
Fundación José Manuel Lara, col. Vandalia, 2010.
Eduardo Chivite Tortosa
Profesor de Literatura Dramática de la
Escuela Superior de Arte Dramático de Sevilla.
Desde el título, la portada y
diversos paratextos, la última obra de Blanca Andreu, publicada en febrero de
este año por la
Fundación José Manuel Lara en la colección Vandalia (que va
por su 2ª edición desde abril del mismo año), respira, en principio, un aire
clasicista que autores como Juan Antonio González Iglesias y Aurora Luque,
entre otros, han elevado en las últimas décadas a la categoría de tendencia o
línea poética, que, si hubiese que llamar de algún modo, permítaseme el término
de “grecismo”. No obstante, según avanza uno en la lectura, entendemos por qué
Blanca Andreu dice aquello de “Yo guardo mi Grecia soñada fundida con la que
aprendí”. En este libro se funden Praxímanes, la Argólida, la Acrópolis, Aquiles, y los
cipreses, que emocionalmente se me antojan como aquellos pinos horacianos del
Ponto, con el Cantar del Mio Cid,
Irak, William Shakespeare, Rainer María Rilke y su “territorio de la infancia”,
Baudelaire, o el mismísimo Rubén Darío.
La
Grecia de Blanca Andreu, o mejor dicho, sus “archivos
griegos” son la Grecia
y los archivos de la literatura, de las lecturas y relecturas de un poeta ya maduro.
En estos poemas encontramos ecos de Horacio, iconografías medievales, delicadezas
de églogas renacentistas… Genéricamente hablando, su ADN se combina de odas
horacianas y epigramas al mar, confundidos en su contemporaneidad con tintas
orientales (como ejemplo, el poema: “En la noche / recitas / mar / escucho”); o
canciones que no son pindáricas, pero traen consigo un tono decadentista y el
recuerdo formal de la canción juanramoniana (“cuéntaselo a la sombra / díselo a
los naufragios / habla con Baudelaire / […] pequeña isla de cabellos de agua”).
Los dioses griegos en esta Grecia
metafísica y literaria perduran humanizados en el corazón del poeta: “Una vieja
leyenda sostiene que son ellos los dioses antiguos / que se negaron a partir de
Grecia / cuando fueron vencidos antaño / que el luminoso Zeus Olímpico y la
justa Atenea alada / prefirieron ser perros atenienses / antes que dioses
bárbaros / bebedores de sangre”. Otras referencias geográficas, filosóficas
(“como el agua de Heráclito”) y mitológicas (“más viejo / que mi señor Apolo /
y más hermoso”) salpican la lectura aquí y allí, abocando sentimentalmente a la Grecia de cada lector: “¿Y
qué pasa con los notarios? ¿Tienen sus Grecias escondidas / entre pilas de
legajos como un blanco secreto azul? / ¿Tienen sus Grecias los
franceses?”. En la Grecia de Blanca Andreu
tiene cabida Babel, el Faraón, el negro Billy entre lo salmódico y la música
negra, “un pastor de Garcilaso”, ciervos celestes y gacelas blancas (las leyendas
artúricas, el Cantar de los cantares,
la mística de San Juan), un cisne oscuro, y siempre, omnipresente, el mar.
El poemario se estructura en siete
partes de tamaño diverso, donde actuando como inscripciones en un frontispicio,
las preside una cita de autores de la tradición literaria más amplia, cita que
da el tono, los motivos, las imágenes, y hasta justifica ocasionalmente la
forma de los poemas que antecede. La primera parte, homónima al libro, la
encabeza una cita de Odisseas Elytis, renovador de la literatura griega en el
s.XX: “La Grecia
que con firmeza pisa el mar”. Opus Nigrum
y Dos poemas del monasterio de la luz,
los tutela un pareado del Cantar del Mio
Cid, donde se incluye desde mi humilde opinión uno de los mejores poemas bajo
el epígrafe <<El
amante pide al amado reconocimiento>>, que
sabe a las eróticas de Ovidio desde el título, a Kavafis y al tema del amor
entre iguales (“me dijeron que no / y eres hermoso hasta la grandeza”). Pazo de las golondrinas cae bajo la
pluma de otro gran clasicista, Rainer María Rilke, versos como “Miro por la
ventana de mi infancia”, “y también hay mañanas que saben / a septiembre / como
las uvas”, adornan esta parte del libro con extremo acierto. Marinas, cómo no, va de la mano de
Baudelaire (“El mar es el espejo donde tu alma se mira”); los pequeños poemas
sobre el mar que gobiernan esta parte son
quizás el clímax lírico del poemario. Del
otro reino lo cierra con una cita de Rubén Darío que parece responder a la
anterior: “El alma simple de la bestia es pura”.
Las
referencias metapoéticas destacan poderosamente, no solo en los cotextos
literarios (las citas) o referencias a autores concretos dentro del poema, sino
también en alusiones más sutiles. Así, en el primero de ellos, siguiendo la
costumbre típica en la poesía grecorromana y barroca a la hora de encomendar un
libro de poesía a los dioses o a las musas, dice: “Que sea alado mi poema / y
no volátil”. E igualmente otros versos, que parecieran querer llamar nuestra
atención sobre el discurso propiamente literario, donde quizá se dibuje
grácilmente la verdad bajo este peplo
con que Blanca Andreu se nos ofrece: “Sus olas eran luces y poemas / y páginas
y sueños / y canciones”; “como un golpe de luna / suena tu canto”; “Mientras
tú, Aquiles, lloras tu misterios / yo cantaré lo que más amo”; “cantas / estrofas
de agua / recitas islas / y declamas rocas”; “eso mismo / que cantas / eso
mismo / dice mi corazón / ola tras ola”.
Esta reseña apareció originalmente en Poesía & Gráfica en 2010.
1 comentario:
Gracias por esta reseña que leo ahora por primera vez y que me parece tan generosa.
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