María Luis Mora Alameda
El don de la batalla
(Premio Nacional de Poesía "Ciega del Manzanares" 2011)
Ediciones Vitruvio, 2013 (2ªEd.)
Por Iván Onia
“Desde aquellas tardes,
recuerdas, en que la pequeña ciudad conducía sus ocasos a una apoteosis mediocre, hasta la luz de
esta tarde, luz de agua y más allá, hemos venido fraguando un hijo para la
muerte”. Con esta suerte de destino
inexorable, búsqueda en el pasado de una adivinación futura, Francisco Umbral
anunciaba a su esposa el severo sortilegio. Hacer del cemento del dolor un
edificio que sea un golpe certero de belleza es un coto privado para los dolientes,
legítimos dueños del duelo allá en su patria clausurada al resto. “Te escribo, hijo, desde otra
muerte que no es la tuya” continúa Umbral y podemos adivinar ciertamente que
los que quedamos a esta parte de la frontera, además de la vida, del terrible
plomo de los días, vivimos la muerte en su doble filo, a saber, el de la
ineluctable ausencia y el de la propia presencia. De este pulso de contrarios,
esta lid, cruce de caminos donde se encuentran los músculos del dolor y del
instinto, María Luisa Mora Alameda conforma El don de la batalla.
La poeta nos entrega desde los
primeros poemas una espada salvadora y
de sublevación para ser esgrimida contra los enemigos cotidianos: aquellos que dirigen/ la ruta de los pájaros
celestes […] aquellos que promulgan/
los estrictos dictados de la moda/ y pronuncian discursos en un parque/
diciéndole a la gente qué poema/ han de estrenar sus ojos,/cada día/ de qué
manera ha de latir su corazón… La sabemos instalada en el
centro de una lucha que no conocemos desde cuándo se libra ni hacia dónde nos
lleva: nos sentimos confusos/ no sabemos
qué camino elegir/ tras la destrucción de la batalla/ que no hemos perdido ni
ganado. Y cava en la tierra para buscar
una luz en las zonas más oscuras, una trinchera salvadora tras la que guarecernos/ de la desesperación y el olvido.
Esta espada revolucionaria de
los primeros poemas sirve de excusa o proemio para adentrarnos en el corazón
puro de la lucha de aquella que fue coronada con el fiero espíritu de la
batalla y el luminoso don de los irreverentes disconformes con el destino: Albergaba su pecho/ la jubilosa fuerza/ que
algunos pájaros transportan en sus ojos. […] Ponía flores/ en el centro de la
mesa y devoraba,/ con feroz apetito,/ la deslumbrante primavera. […] Fue
hermosa y valiente./ Tuvo el extraño don de la batalla. Los poemas son aquí una mano
abierta que atiende a los recuerdos casuales, esas fotografías que nadie hizo nunca porque jamás fue
necesario que los gestos cotidianos fuesen
capturados y que regresan ahora como las flores de oro que la felicidad lleva
en la frente. Recuerdos que van de la exploración concisa de momentos
triviales: llega la lluvia y corres/ a
recoger la ropa que tendiste./ Tomas un blanco y negro helado. A otros en
los que la poeta es consciente y asume la pérdida: yo te lavaba el cuerpo/ te besaba en la frente,/que era pura
inocencia,/ sabiendo bien que un día/ tendrías que alejarte de mi lado. Componiendo
de esta forma un colage de instantáneas que van de la vida al duelo, de la
enfermedad a la lucha pura, el soplo de agua que cabe en una mano cuando la
hundimos en la memoria líquida y todavía caliente, las luces y las tinieblas
caben en un mismo poema, la sonrisa y su ceniza, la vida radiante y las
habitaciones de los hospitales se hacen un nudo dentro de un mismo poema.
La espada
que atraviesa como un rayo lento todo el poema, la recoge también la poeta
para, en tercera persona, alejándose de sí y como si le hablara a los espejos
donde es ella una figura extraña y familiar a un tiempo, hablarse de cómo,
extrañamente, todo continúa, a pesar de la nieve y las tinieblas, a pesar de
que ella sí había detenido sus relojes, la vida seguía ahí fuera. En la línea
del poema Fe de vida de José Hierro, María Luisa sabe de forma certera que
:
si busco una rama
no la encontraré.
Sé que si busco una mano
que me salve del olvido
no la encontraré.
Sé que si busco al que fui
no lo encontraré.
no la encontraré.
Sé que si busco una mano
que me salve del olvido
no la encontraré.
Sé que si busco al que fui
no lo encontraré.
Pero estoy aquí. Me muevo,
Vivo. Me llamo…
La poeta tiene ahora el don de la batalla temblando en sus manos: pero sigues/ condenada a caminar sobre la
Tierra./ Aunque,/ a pesar de todo, tú presientes/ que en alguna parte de
ti/persiste/ una extraña esperanza que te mueve. Va y viene del recuerdo al presente, palpa los días como el oso que abre
su vida a la primavera tras la hibernación: tuvo
que pasar lo que pasó/ para que todo fuera como es./ El tiempo pone/ cada cosa
en su sitio. Empieza a sentir el
tiempo como la brasa de antracita con
que Gil de Biedma describía la felicidad pasada, con algo de luz y un poco de
calor intermitente, si bien el poeta habla en pasado, María Luisa encuentra en
esa tibieza, en ese poco de calor, la insobornable rueda con que el tiempo la
envuelve, comenzando de este modo una dulce resignación por el orden natural de las cosas y un esbozo
de sonrisa con el que saludar a la esperanza: hallas,/ oculta tras las rejas de la muerte,/ la inextinguible luz/ de
la esperanza. De esta salutación primera nace la victoria, aunque esta forma de vencer
tenga que ver más con saberse en pie que con ver al enemigo abatido, vencer es,
definitivamente, la risa, esa espada victoriosa. En los poemas de María Luisa,
la lucha es ya una forma de vencimiento, cuando no, la única. Es el recuerdo y
la obstinación por seguir en el campo donde todo se libra.
Estamos ante un poemario cincelado desde el recuerdo y
desde la brecha viva de la herida sin que por ello se vea mermada la calidad
literaria de los poemas que María Luisa nos muestra. Es muy complicado levantar
la belleza desde las hondas simas del duelo, no dejar que haya lágrimas que
carguen los poemas de excesiva embriaguez y mantener el pulso para conformar un
monumento sin que el temblor de las manos dé al traste con lo que queremos
transmitir. La poeta lo consigue con un estilo sobrio y claro donde el mensaje
es transparente y conciso, todo el barroquismo del que la muerte sería
merecedora, aquí se trastoca en líneas puras y en carne sincera, hay dolor y
lucha, lágrimas espesas y habitaciones que nunca más se abren, pero sobre todo
hay literatura, hay poesía.
Nunca
hicimos la guerra.
Tan
sólo hemos luchado,
hemos
logrado, definitivamente,
la
Esperanza.
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